miércoles, 26 de abril de 2017


                                                        AQUELLA NOCHE

     Esa noche me había pintado una guinda en la cabeza, como hace las noches que sí, que quiere sentirse amada pero no lo tiene claro del todo, que sí, que quiere toda la ternura del mundo pero ... no sé, no sé ...
    Me había metido dentro de un zapato que odio, de color beige, con unos grandes tacones, con mis
otros nueve hermanos, pero en el último rincón, como siempre, en un espacio minúsculo que me impide moverme y además hace una pendiente de más de veinte grados. Salió de casa dando fuertes golpes con los pies, con un libro en la mano por si las moscas, firme, como hace siempre que quiere mandar y tener clara una cosa, pero resulta que no la tiene tan clara ni de lejos, y a mí eso me tiene atolondrado, porque no puedo parar de darme golpes, me aplasto contra el zapato, me asfixio entre sus estrechas paredes, se me retuercen mi pequeño tendón y mi frágil músculo abductor hasta límites insospechados.
    Mi espacio físico preciso es al final del pie a mano derecha. Es allí donde ocupo una decimoctava parte del pie y una ciento catorceava parte de toda ella; así es como soy: pequeñísimo. Soy como un guisante, bueno, tal vez exagero, como dos guisantes.
    Pero el peor momento de todos fue cuando aquella noche la cosa fue bien y, finalmente, se
dieron el beso. Ella se puso de puntillas (él debería ser muy alto) y se sostuvo con la punta de mi cuerpo diminuto no sé cuanto tiempo: quince ... veinte ... cuarenta minutos ... Cuando estás prisionero en un lugar tan estrecho el tiempo es muy relativo, ¿sabéis? Por eso a mí me pareció una eternidad, y por eso, también, cuando finalmente me sacó del zapato y me dejó libre en medio de la cama, en un espacio tan inmenso y lleno de oxígeno, sentí como una ducha de aire fresquísimo venida directamente de las galaxias.
    Pero enseguida llegó él ¡pesado!, abrió la boca suavemente y me mordió la guinda.
Y entonces oí su voz que murmuraba: -Mmmmmm!

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