miércoles, 26 de abril de 2017


LA CASA DE TOMÁS BARRERA
    Tomás Barrera (1854-1931) había sido el médico de la ciudad, y antes de que la ciudad fuese declarada como tal por el rey Alfonso XIII, también había sido el médico del pueblo. Vivió en una casa unifamiliar en el centro -lo que ahora es La Rambla-: dos pisos y bajos, balcón de hierro forjado, vitrales en las ventanas y una puerta muy alta por si alguna vez tenían que entrar los caballos. La casa, que aún estaba en pie y en perfecto estado, había sido convertida recientemente en restaurante. Al entrar, vi que el interior era espacioso. Tenía dos amplios salones y la luz que entraba por las ventanas formaba íntimos recovecos con sus sombras. En los techos, de más de cuatro metros de altura, había elementos de marquetería que habían sido salvajemente repintados, y una escalera con barandilla de hierro forjado y pasamanos de madera comunicaba con los pisos superiores. La casa era preciosa, pero los nuevos propietarios, más interesados por el provecho que le podían sacar que en mantener intacto el estilo original, habían pintado las paredes de color morado y le habían puesto una iluminación moderna que daban ganas de echarse a dormir. Y así se lo dije al camarero, quien me respondió que le daba igual, porque la casa no era suya y que por el sueldo que le pagaban no iba a pensar en si estaba bien o mal decorada. Me senté a una mesa y el camarero me trajo el menú. Pedí y me sirvieron unas alcachofas con romesco y después una galta de cerdo con una salsa marrón y verduritas al vapor que estaba muy rica. De postre tomé pastel de queso con arándanos y para finalizar un café.
Lo que ocurrió después fue totalmente inaudito, aunque tan real como la muerte o los impuestos.
    Estaba yo en el lavabo cuando me percaté de que tenía un cordón del zapato suelto. Me agaché para atármelo y en ese momento recibí un fuerte golpe: alguien empujó la puerta para entrar, no me vió y esta me golpeó fuertemente la cabeza. Perdí el conocimiento y cuando lo recobré ya no estaba en el lavabo, sino en una de las salas, de forma pentagonal, con un gran ventanal que daba a la calle y sentado en un moderno sofá de Ikea. Frente a mí había un hombre de unos 35 años, sentado en una silla, con las piernas cruzadas y unas manos de finos huesos sobre las rodillas. Llevaba una barba oscura y bien cuidada que le cubría la barbilla -un corte estilo carlista o algo así-; camisa blanca con cuello almidonado; pajarita negra y traje de color negro con solapas anchas. Su nariz era alargada, no era muy alto de estatura y más bien delgado. Tenía un atractivo natural, de joven inteligente y ambicioso. A través de él se filtraba la luz del ventanal que había detrás, dándole un aspecto traslúcido, algo muy extraño en un ser humano, por lo que deduje que era un fantasma. Se me quedó mirando durante unos instantes mientras yo intentaba recomponerme.
      -¿Ha visto usted como está la casa? -dijo señalando violentamente las paredes- Esta no es mi casa. Yo jamás la hubiera pintado de color morado. Mire usted qué lámparas. ¡Que gusto más atroz!. ¿Y porqué hay tantas mesas? ¿Y mis muebles? ¿Dónde está Ramon? -Dijo buscándole con la mirada.- Pensé que Ramon se ocuparía más de las cosas. Para eso le nombré mi heredero, para que cuidase de mi casa.
    -¿Quien es Ramon?- Le pregunté.
    -Mi sobrino: Ramón Barrera. Soy Tomás Barrera, el médico del pueblo. ¿Quien eres tú?
    -Soy funcionario: me dedico a catalogar casas de interés arquitectónico -le dije. -Hoy me ha tocado esta.
    Miré entre mis papeles y pude ver una copia del registro de la propiedad, con los nombres de todos los propietarios hasta la fecha: uno de ellos había sido Tomás Barrera y otro Ramón Barrera.
    -Ramon Barrera está muerto -le dije.
    -Debí suponerlo. Ha pasado mucho tiempo ¿No? ¿Y qué hizo con esta casa?
    -A ver... Volví a mirar los papeles del registro y le dije: -La vendió en 1944.
    -¿La vendió? ¿Mi casa? ¿Por qué?
    Me encogí de hombros y miré por tercera vez el papel del registro.
    -Aquí pone que usted se la dejó en herencia.
    -¿Y qué? -dijo él -¿Es que los jóvenes solo saben vender lo que heredan?... Como si las cosas no tuvieran ningún valor... Yo me enorgullecía de esta casa. Pasé más de veinte años en ella, los últimos de mi vida. Era mi legado, algo por lo que mis descendientes pudiesen sentirse orgullosos. Era una manera de decirles ¡Tomad! Os dejo todo lo que tengo. ¡Salud y hasta pronto!.
    Tomás Barrera se levantó y se acercó con grandes zancadas al ventanal.
    -Mi sobrino Ramón era un chico con muchos pájaros en la cabeza -dijo- Parece mentira que fuese abogado. Un abogado debería saber que una casa como esta no se vende. ¡Se man-tie-ne!.
     Según constaba en un documento de la época que estaba en mi poder, la casa en cuestión “había estado en quieta y pacífica posesión de la iglesia parroquial desde tiempo inmemorial”. Por razones de liquidez, supongo, se puso a la venta en el año 1909 y Tomás decidió comprarla, tirarla abajo y levantarla de nuevo. En la fachada hizo construir dos grandes ventanas con cristales policromados, le añadió tres balcones con barandilla de hierro ondulado, dos de ellos individuales, y en las puertas guardapolvos ligeramente ondulados con impostas trabajadas. La parte alta de la fachada estaba flanqueada por dos plafones decorativos acabados en arco de medio punto. Era una casa Art Noveau en toda regla, una pequeña reliquia entre modernas boñigas arquitectónicas sin ningún sentido, que además le habría costado un huevo y parte del otro.
    -Cuanta indolencia -dijo Tomás. -Esto me pasa por no querer escuchar a mi mujer... Se la tenía que haber dejado a mi hermano Manuel, pero no lo hice ¿Y sabes por qué? Porque Manuel tenía cuatro hijos y pensaba: cuando él muera, sus hijos no se pondrán de acuerdo y, como buitres, la venderán. Por cierto ¿Sabes cuanto sacó por la casa el cretino de mi sobrino? -dijo, cambiando otra vez de tercio.
    Volvi a encogerme de hombros. Tomás permaneció pensativo y se atusó el bigote con el dedo índice. Su alma estaba entristecida; una honda herida le había atravesado el pecho con un profundo penar y se había llevado la quietud de su larga no exitencia. Le fastidiaba profundamente que su sobrino se hubiera vendido la casa aprovechando su ausencia involuntaria ¡Y encima hacía tantos años! Que su casa ya no fuera de su familia, sino de un extraño que había puesto un restaurante para que se llenase de otros extraños, que entraban y salían de las habitaciones y profanaban a cada paso la memoria de tantos buenos y malos momentos. Él, Tomás Barrera, estaba muerto, y como se suele decir comunmente “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, aunque eso no quitaba que el impresentable de su sobrino, Ramon, hubiera tenido más en cuenta el valor económico de la casa que el valor sentimental. Le dije que, al menos, los nuevos propietarios no habían tocado nada de la estructura exterior, pero eso no pareció tranquilizarle en lo más mínimo; abrió la puerta del salón y se alejó corriendo escaleras abajo. Yo le seguí. Al llegar a la planta baja me di cuenta de que el restaurante estaba vacío (los dueños se habían ido y me habían dejado dentro). Tomás Barrera fue hacia la puerta de entrada y la intentó abrir.
    -Está cerrada, -le dije. -Hasta la noche no abren.
    -Quería ver si la fachada sigue igual, -dijo él ¿Cómo podría salir?
    -Los fantasmas podéis atravesar paredes ¿No?
    -Es verdad, -dijo él. -Y nada más decirlo, atravesó la pared y se plantificó en medio de la calle. Yo intenté hacer lo mismo pero no pude. Tuve que quedarme en el interior, mirándole a través del doble cristal de seguridad de la puerta. Por si aún había alguna duda, quedaba claro que él era un fantasma y yo no.
    Tomás estuvo mirando la fachada durante un par de minutos: detalle a detalle, piedra a piedra, resquicio a resquicio. No parecía poner mala cara, pero tampoco estaba sensiblemente contento. Cuando acabó su análisis, volvió a atravesar la pared y entró.
    -Mis iniciales aún están ahí, -dijo, ligeramente aliviado.
    Se refería a las iniciales “T B”, que se había hecho esculpir en las ménsulas que sostenían el balcón principal. En esa época, tener las iniciales de tu nombre y apellido grabadas en la fachada de tu casa era un signo de distinción. Era una manera de dejar claro que en esa casa vivía alguien especial. Una manera de consignar un estrato social. Hay gente que hacía eso y a otros les daba por poner el escudo de su familia. Además, en su caso, las iniciales también servían otra función: distinguir la casa del médico de las demás casas. De esta manera, si algún paciente o persona que estuviera buscando al médico no recordaba exactamente en qué número vivía, siempre podía guiarse por las iniciales en la fachada.
    - Me alegro de que eso no lo hayan tocado, -dijo. -Es una manera de dejar claro que en esta casa vivió el médico.
    -No es por fastidiar, -le dije, -pero no estoy seguro de que la gente que pasea hoy en día por esta calle sepa quien es la persona que vivió aquí hace un siglo. Ni siquiera sabrán que significan las dos iniciales, porque podrían ser de cualquier persona.
    Tomás Barrera se dio cuenta de repente de su propia pequeñez. Era un completo desconocido en esa ciudad. Lo único que quedaba de él era una casa anónima con dos iniciales anónimas. Y aunque un día hubiera sido uno de sus más reconocidos médicos, además de cirujano y forense, y hubiera atendido desinteresadamente a los enfermos del hospital de pobres durante muchos años (en el hospital y en su propio domicilio; en su tarjeta de visita se podía leer: “Visitas en casa. Gratis los pobres”) ¿Qué le había dado el ayuntamiento a cambio?
    -Al menos, las autoridades podían haber colocado una pequeña placa con mi nombre. Han tenido ochenta años para hacerlo. Más que nada para que los nuevos vecinos y los turistas sepan que un día esta casa fue mía, que yo la levanté de la nada y que en esta ciudad ejercí de médico. No puedes ni imaginarte -me dijo - la de balas que llegué a extraer en Torreciudad durante la Tercera Guerra Carlista; cuantas heridas de cuchillo, algunas de ellas muy graves, llegué a coser. Qué poca consideración con los muertos- me dijo tristemente.
    Tomás se sentó en una silla fea y moderna (fea, no por moderna sino por fea), suspiró hondamente y dejó escapar una confusa exclamación. Se notaba que no estaba a gusto en la casa.
    -Todos los años, durante la fiesta mayor, a mediados de agosto, -dijo Tomás -celebrábamos grandes comidas en el patio posterior, donde había una gran bugambilia y un muro de piedra que rodeaba la casa. Ahora solo hay gente que viene a comer y punto, pero que no conocen ni quieren conocer todas las cosas buenas y malas que ocurrieron entre estos muros.
    Tomás salió al patio posterior. La bugambilia, por supuesto, ya no estaba, y en lugar del muro de piedra había uno de cemento. Enfrente había un edificio horroroso en una de cuyas ventanas podía leerse: Se vende. Tomás sacudió la cabeza en señal de desaprobación.
    -Mi sobrino Ramon había hecho muchos negocios durante su vida con dinero recibido de herencias familiares como la mía, o la herencia de la tía Narcisa, que había sido farmacéutica, o la de su tío abuelo Ramon Verdaguer, que había sido un abogado de cierto prestigio. Si al menos hubiera conservado esta casa -dijo-.. -¡En fin! ¡Qué le vamos a hacer...Si yo te contara cosas sobre mi sobrino... Siempre estaba metido en negocios de los que no tenía ni idea. Pero mi hermana siempre me insistió, que como yo no había tenido hijos, le dejase a él la casa, porque sabría encargarse de cuidarla y todo eso...
    Tomas permaneció en silencio, cabuzbajo. Estaba conmovido y desplazado, fuera de su entorno, aunque un día ese entorno hubiera sido el suyo. Intenté animarle y le pregunté por su barba.
    -:¿Te gusta? En mi época, la barba era tan importante como el traje. Mi abuelo me enseñó a afeitarme. Él había aprendido de su padre, que había sido cirujano barbero. Te estoy hablando del año 1785, cuatro años antes de la Toma de la Bastilla. El rasurado se divide en catorce áreas; cada sección se aborda en función de la posición natural de la mano y del nacimiento del vello ¿Ves? Así -y movió la mano en el aire, con natural elegancia, como dándome una lección de afeitado.
    En ese momento, tocaron las ocho en la campana de la iglesia, que estaba unas calles más allá. Cuando quise darme cuenta, el fantasma de Tomás Barrera había desaparecido ¿A dónde había ido?. Supongo que al mundo de los muertos otra vez. Su presencia, aunque hubiera sido traslúcida, me había dejado un buen sabor de boca. Por unos instantes le imaginé a él saliendo por la puerta de su casa en dirección al hospital de pobres, con su maletín de médico y su levita impecable. Era verano, el sol perpendicular del mediodía picaba con fuerza sobre la pequeña ciudad al pie de las Guillerías y faltaban aún muchos años para que su sobrino Ramon vendiera la casa.


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