NORA
Eran
las dos de la tarde y yo estaba casi a punto de cerrar, pero una
chica se paró delante del escaparate y, después de mirar los libros
de oferta que hay dentro de unos cestos, se decidió a entrar.
Primero recorrió la sección de los libros de cartón y también los
de sonidos y texturas; para niños de entre 0 y 3 años; luego fue
hasta la sala donde están los cuentos ilustrados y las novelas. Yo
estaba detrás del mostrador, intentando fingir que hacía alguna
cosa. Después, ella se acercó hasta la sección de actividades con
un libro de Shaun Tan en la mano, estuvo mirando unos instantes los
libros de pegatinas y de colorear y pude verla mejor: era muy joven y
muy guapa; alta y robusta, con el cabello oscurísimo y muy largo.
Finalmente, se acercó al mostrador donde yo estaba y me dió el
libro para que se lo cobrase.
-Tienes
una librería muy bonita -me dijo.
-Gracias
-le respondí agradecido. Y añadí -¿Eres del barrio?
-No
-respondió ella -Estoy tomando clases de arpa aquí al lado. Hoy es
el primer día.
La
chica tenía algo de acento extranjero, pero hablaba un castellano
muy bueno y su voz era suave y relajante.
-¿De
dónde eres? -le pregunté.
-Del
Líbano -dijo ella -pero he vivido muchos años en París. Mis padres
se exiliaron a Francia en 1982, cuando la guerra contra Israel. Años
más tarde, cuando la guerra acabó, regresaron al Líbano. He vivido
la mitad de mi vida en Francia y la otra mitad en El Líbano, rodeada
de árboles.
-Curioso,
-le dije. Entoncés, recordé que los postres libaneses siempre están
hechos de almendra o de pistaccio y le pregunté porqué.
-El almendro es un árbol sagrado,
tanto en mi país como en otros muchos -dijo ella-. -Es nativo de El
Líbano y de algunos lugares de Mesopotamia-. Y luego me habló de él
(del almendro). -Su nombre en hebreo significa scha·qédh:
(el que despierta). ¿Y sabes por qué?
-No.
-le dije.
-Porque
es uno de los primeros árboles que florece después del descanso
invernal hacia finales de enero o principios de febrero.
-¿Quieres
que te cuente una anécdota de los almendros? -me preguntó, acto
seguido ¿Tienes tiempo? Veo que ibas a cerrar...
-No
te preocupes, cuéntamela -le dije.
-Cuando
mis padres emigraron a Francia, dejaron atrás, en Beirut, una bonita
casa con jardín y tres almendros. Quince años después, cuando yo
regresé con ellos, la casa estaba en muy mal estado; la habían
bombardeado y nos habían robado todos los muebles, pero los
almendros todavía estaban en pie. Parecían tres esqueletos
carbonizados, pero estaban en pie. Mi padre se opuso a cortarlos,
pensando que quizás aún estarían vivos. Yo no me podía creer que
estuvieran vivos, porque la verdad es que tenían muy mal aspecto; te
diría que peor aspecto que la casa. Pasaron unos meses y mis padres
restauraron la casa y compraron muebles nuevos (durante la
restauración vivimos en casa de mis tíos) pero los almendros
seguían igual: tristes y apagados; sin vida. Sin embargo, un día, a
mediados de febrero, los tres árboles empezaron a dar flores, y no
unas cuantas, sino miles de ellas, blancas y rosadas, que desprendían
un olor que cautivaba a cualquiera. Era maravilloso. Mi padre tenía
razón: los tres almendros habían sobrevivido a la guerra, una
guerra en la que habían muerto cientos de miles de libaneses.
Seguramente
fue la delicada belleza de esa mujer lo que me llevó pensar en la
dulzura de los postres libaneses, en su combinación de frutos, miel
y hojaldre. No se puede decir que me enamorase de ella, pero sí que
me causó una profunda impresión. Además, por entonces me acababa
de separar de mi mujer y su belleza y el perfume que llevaba me
turbaban todavía más.
Seguimos
hablando y me preguntó si tenía pensado decorar la librería para
Navidad y, sin esperar respuesta, miró alrededor y me comentó que
había algunos detalles de presentación que debía cuidar. Por
ejemplo, me señaló una mesa abarrotada de libros y me dijo que no
hacía falta que tuviese tantos ejemplares del mismo libro expuestos
uno encima del otro. Luego me llevó hasta el escaparate y me señaló
un libro que estaba expuesto y al cual debía quitarle el celofán.
Todo eso lo dijo con mucha naturalidad y desparpajo y a mi, más que
molestarme sus observaciones, me hicieron gracia, por lo que acabé
regalándole un libro. Ella me dió las gracias y me aseguró que me
traería uno de sus famosos postres cuando regresara de El Libano, a
dónde tenía pensado ir por Navidad.
-¿Con
almendras del almendro del jardín de tu casa en Beirut? -Le
pregunté.
Ella
rió y me dijo que no, que las almendras las compraría en el
mercado.
Antes
de marcharse me dió dos besos y me dijo su nombre: Nora.
Nunca
más la he vuelto a ver, pero cada vez que pruebo un postre de
almendras y miel pienso en ella, en los Cuentos de las Mil y una
Noches y en los almendros supervivientes de su casa en Beirut.
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