miércoles, 26 de abril de 2017


NORA
    Eran las dos de la tarde y yo estaba casi a punto de cerrar, pero una chica se paró delante del escaparate y, después de mirar los libros de oferta que hay dentro de unos cestos, se decidió a entrar. Primero recorrió la sección de los libros de cartón y también los de sonidos y texturas; para niños de entre 0 y 3 años; luego fue hasta la sala donde están los cuentos ilustrados y las novelas. Yo estaba detrás del mostrador, intentando fingir que hacía alguna cosa. Después, ella se acercó hasta la sección de actividades con un libro de Shaun Tan en la mano, estuvo mirando unos instantes los libros de pegatinas y de colorear y pude verla mejor: era muy joven y muy guapa; alta y robusta, con el cabello oscurísimo y muy largo. Finalmente, se acercó al mostrador donde yo estaba y me dió el libro para que se lo cobrase.
    -Tienes una librería muy bonita -me dijo.
    -Gracias -le respondí agradecido. Y añadí -¿Eres del barrio?
    -No -respondió ella -Estoy tomando clases de arpa aquí al lado. Hoy es el primer día.
    La chica tenía algo de acento extranjero, pero hablaba un castellano muy bueno y su voz era suave y relajante.
    -¿De dónde eres? -le pregunté.
    -Del Líbano -dijo ella -pero he vivido muchos años en París. Mis padres se exiliaron a Francia en 1982, cuando la guerra contra Israel. Años más tarde, cuando la guerra acabó, regresaron al Líbano. He vivido la mitad de mi vida en Francia y la otra mitad en El Líbano, rodeada de árboles.
    -Curioso, -le dije. Entoncés, recordé que los postres libaneses siempre están hechos de almendra o de pistaccio y le pregunté porqué.
    -El almendro es un árbol sagrado, tanto en mi país como en otros muchos -dijo ella-. -Es nativo de El Líbano y de algunos lugares de Mesopotamia-. Y luego me habló de él (del almendro). -Su nombre en hebreo significa scha·qédh: (el que despierta). ¿Y sabes por qué?
    -No. -le dije.
    -Porque es uno de los primeros árboles que florece después del descanso invernal hacia finales de enero o principios de febrero.
    -¿Quieres que te cuente una anécdota de los almendros? -me preguntó, acto seguido ¿Tienes tiempo? Veo que ibas a cerrar...
    -No te preocupes, cuéntamela -le dije.
    -Cuando mis padres emigraron a Francia, dejaron atrás, en Beirut, una bonita casa con jardín y tres almendros. Quince años después, cuando yo regresé con ellos, la casa estaba en muy mal estado; la habían bombardeado y nos habían robado todos los muebles, pero los almendros todavía estaban en pie. Parecían tres esqueletos carbonizados, pero estaban en pie. Mi padre se opuso a cortarlos, pensando que quizás aún estarían vivos. Yo no me podía creer que estuvieran vivos, porque la verdad es que tenían muy mal aspecto; te diría que peor aspecto que la casa. Pasaron unos meses y mis padres restauraron la casa y compraron muebles nuevos (durante la restauración vivimos en casa de mis tíos) pero los almendros seguían igual: tristes y apagados; sin vida. Sin embargo, un día, a mediados de febrero, los tres árboles empezaron a dar flores, y no unas cuantas, sino miles de ellas, blancas y rosadas, que desprendían un olor que cautivaba a cualquiera. Era maravilloso. Mi padre tenía razón: los tres almendros habían sobrevivido a la guerra, una guerra en la que habían muerto cientos de miles de libaneses.
    Seguramente fue la delicada belleza de esa mujer lo que me llevó pensar en la dulzura de los postres libaneses, en su combinación de frutos, miel y hojaldre. No se puede decir que me enamorase de ella, pero sí que me causó una profunda impresión. Además, por entonces me acababa de separar de mi mujer y su belleza y el perfume que llevaba me turbaban todavía más.
    Seguimos hablando y me preguntó si tenía pensado decorar la librería para Navidad y, sin esperar respuesta, miró alrededor y me comentó que había algunos detalles de presentación que debía cuidar. Por ejemplo, me señaló una mesa abarrotada de libros y me dijo que no hacía falta que tuviese tantos ejemplares del mismo libro expuestos uno encima del otro. Luego me llevó hasta el escaparate y me señaló un libro que estaba expuesto y al cual debía quitarle el celofán. Todo eso lo dijo con mucha naturalidad y desparpajo y a mi, más que molestarme sus observaciones, me hicieron gracia, por lo que acabé regalándole un libro. Ella me dió las gracias y me aseguró que me traería uno de sus famosos postres cuando regresara de El Libano, a dónde tenía pensado ir por Navidad.
    -¿Con almendras del almendro del jardín de tu casa en Beirut? -Le pregunté.
    Ella rió y me dijo que no, que las almendras las compraría en el mercado.
     Antes de marcharse me dió dos besos y me dijo su nombre: Nora.
    Nunca más la he vuelto a ver, pero cada vez que pruebo un postre de almendras y miel pienso en ella, en los Cuentos de las Mil y una Noches y en los almendros supervivientes de su casa en Beirut.

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