LA
CASA DE TOMÁS BARRERA
Tomás
Barrera (1854-1931) había sido el médico de la ciudad, y antes de
que la ciudad fuese declarada como tal por el rey Alfonso XIII,
también había sido el médico del pueblo. Vivió en una casa
unifamiliar en el centro -lo que ahora es La Rambla-: dos pisos y
bajos, balcón de hierro forjado, vitrales en las ventanas y una
puerta muy alta por si alguna vez tenían que entrar los caballos. La
casa, que aún estaba en pie y en perfecto estado, había sido
convertida recientemente en restaurante. Al entrar, vi que el
interior era espacioso. Tenía dos amplios salones y la luz que
entraba por las ventanas formaba íntimos recovecos con sus sombras.
En los techos, de más de cuatro metros de altura, había elementos
de marquetería que habían sido salvajemente repintados, y una
escalera con barandilla de hierro forjado y pasamanos de madera
comunicaba con los pisos superiores. La casa era preciosa, pero los
nuevos propietarios, más interesados por el provecho que le podían
sacar que en mantener intacto el estilo original, habían pintado las
paredes de color morado y le habían puesto una iluminación moderna
que daban ganas de echarse a dormir. Y así se lo dije al camarero,
quien me respondió que le daba igual, porque la casa no era suya y
que por el sueldo que le pagaban no iba a pensar en si estaba bien o
mal decorada. Me senté a una mesa y el camarero me trajo el menú.
Pedí y me sirvieron unas alcachofas con romesco y después una galta
de cerdo con una salsa marrón y verduritas al vapor que estaba muy
rica. De postre tomé pastel de queso con arándanos y para finalizar
un café.
Lo que ocurrió después fue totalmente inaudito, aunque tan real como la muerte o los impuestos.
Lo que ocurrió después fue totalmente inaudito, aunque tan real como la muerte o los impuestos.
Estaba
yo en el lavabo cuando me percaté de que tenía un cordón del
zapato suelto. Me agaché para atármelo y en ese momento recibí un
fuerte golpe: alguien empujó la puerta para entrar, no me vió y
esta me golpeó fuertemente la cabeza. Perdí el conocimiento y
cuando lo recobré ya no estaba en el lavabo, sino en una de las
salas, de forma pentagonal, con un gran ventanal que daba a la calle
y sentado en un moderno sofá de Ikea. Frente a mí había un hombre
de unos 35 años, sentado en una silla, con las piernas cruzadas y
unas manos de finos huesos sobre las rodillas. Llevaba una barba
oscura y bien cuidada que le cubría la barbilla -un corte estilo
carlista o algo así-; camisa blanca con cuello almidonado; pajarita
negra y traje de color negro con solapas anchas. Su nariz era
alargada, no era muy alto de estatura y más bien delgado. Tenía un
atractivo natural, de joven inteligente y ambicioso. A través de él
se filtraba la luz del ventanal que había detrás, dándole un
aspecto traslúcido, algo muy extraño en un ser humano, por lo que
deduje que era un fantasma. Se me quedó mirando durante unos
instantes mientras yo intentaba recomponerme.
-¿Ha
visto usted como está la casa? -dijo señalando violentamente las
paredes- Esta no es mi casa. Yo jamás la hubiera pintado de color
morado. Mire usted qué lámparas. ¡Que gusto más atroz!. ¿Y
porqué hay tantas mesas? ¿Y mis muebles? ¿Dónde está Ramon?
-Dijo buscándole con la mirada.- Pensé que Ramon se ocuparía más
de las cosas. Para eso le nombré mi heredero, para que cuidase de mi
casa.
-¿Quien
es Ramon?- Le pregunté.
-Mi
sobrino: Ramón Barrera. Soy Tomás Barrera, el médico del pueblo.
¿Quien eres tú?
-Soy
funcionario: me dedico a catalogar casas de interés arquitectónico
-le dije. -Hoy me ha tocado esta.
Miré
entre mis papeles y pude ver una copia del registro de la propiedad,
con los nombres de todos los propietarios hasta la fecha: uno de
ellos había sido Tomás Barrera y otro Ramón Barrera.
-Ramon
Barrera está muerto -le dije.
-Debí
suponerlo. Ha pasado mucho tiempo ¿No? ¿Y qué hizo con esta casa?
-A
ver... Volví a mirar los papeles del registro y le dije: -La vendió
en 1944.
-¿La
vendió? ¿Mi casa? ¿Por qué?
Me
encogí de hombros y miré por tercera vez el papel del registro.
-Aquí
pone que usted se la dejó en herencia.
-¿Y
qué? -dijo él -¿Es que los jóvenes solo saben vender lo que
heredan?... Como si las cosas no tuvieran ningún valor... Yo me
enorgullecía de esta casa. Pasé más de veinte años en ella, los
últimos de mi vida. Era mi legado, algo por lo que mis descendientes
pudiesen sentirse orgullosos. Era una manera de decirles ¡Tomad! Os
dejo todo lo que tengo. ¡Salud y hasta pronto!.
Tomás
Barrera se levantó y se acercó con grandes zancadas al ventanal.
-Mi
sobrino Ramón era un chico con muchos pájaros en la cabeza -dijo-
Parece mentira que fuese abogado. Un abogado debería saber que una
casa como esta no se vende. ¡Se man-tie-ne!.
Según constaba en un documento de la época que estaba en mi poder, la casa en cuestión “había estado en quieta y pacífica posesión de la iglesia parroquial desde tiempo inmemorial”. Por razones de liquidez, supongo, se puso a la venta en el año 1909 y Tomás decidió comprarla, tirarla abajo y levantarla de nuevo. En la fachada hizo construir dos grandes ventanas con cristales policromados, le añadió tres balcones con barandilla de hierro ondulado, dos de ellos individuales, y en las puertas guardapolvos ligeramente ondulados con impostas trabajadas. La parte alta de la fachada estaba flanqueada por dos plafones decorativos acabados en arco de medio punto. Era una casa Art Noveau en toda regla, una pequeña reliquia entre modernas boñigas arquitectónicas sin ningún sentido, que además le habría costado un huevo y parte del otro.
Según constaba en un documento de la época que estaba en mi poder, la casa en cuestión “había estado en quieta y pacífica posesión de la iglesia parroquial desde tiempo inmemorial”. Por razones de liquidez, supongo, se puso a la venta en el año 1909 y Tomás decidió comprarla, tirarla abajo y levantarla de nuevo. En la fachada hizo construir dos grandes ventanas con cristales policromados, le añadió tres balcones con barandilla de hierro ondulado, dos de ellos individuales, y en las puertas guardapolvos ligeramente ondulados con impostas trabajadas. La parte alta de la fachada estaba flanqueada por dos plafones decorativos acabados en arco de medio punto. Era una casa Art Noveau en toda regla, una pequeña reliquia entre modernas boñigas arquitectónicas sin ningún sentido, que además le habría costado un huevo y parte del otro.
-Cuanta
indolencia -dijo Tomás. -Esto me pasa por no querer escuchar a mi
mujer... Se la tenía que haber dejado a mi hermano Manuel, pero no
lo hice ¿Y sabes por qué? Porque Manuel tenía cuatro hijos y
pensaba: cuando él muera, sus hijos no se pondrán de acuerdo y,
como buitres, la venderán. Por cierto ¿Sabes cuanto sacó por la
casa el cretino de mi sobrino? -dijo, cambiando otra vez de tercio.
Volvi
a encogerme de hombros. Tomás permaneció pensativo y se atusó el
bigote con el dedo índice. Su alma estaba entristecida; una honda
herida le había atravesado el pecho con un profundo penar y se había
llevado la quietud de su larga no exitencia. Le fastidiaba
profundamente que su sobrino se hubiera vendido la casa aprovechando
su ausencia involuntaria ¡Y encima hacía tantos años! Que su casa
ya no fuera de su familia, sino de un extraño que había puesto un
restaurante para que se llenase de otros extraños, que entraban y
salían de las habitaciones y profanaban a cada paso la memoria de
tantos buenos y malos momentos. Él, Tomás Barrera, estaba muerto, y
como se suele decir comunmente “el muerto al hoyo y el vivo al
bollo”, aunque eso no quitaba que el impresentable de su sobrino,
Ramon, hubiera tenido más en cuenta el valor económico de la casa
que el valor sentimental. Le dije que, al menos, los nuevos
propietarios no habían tocado nada de la estructura exterior, pero
eso no pareció tranquilizarle en lo más mínimo; abrió la puerta
del salón y se alejó corriendo escaleras abajo. Yo le seguí. Al
llegar a la planta baja me di cuenta de que el restaurante estaba
vacío (los dueños se habían ido y me habían dejado dentro). Tomás
Barrera fue hacia la puerta de entrada y la intentó abrir.
-Está
cerrada, -le dije. -Hasta la noche no abren.
-Quería
ver si la fachada sigue igual, -dijo él ¿Cómo podría salir?
-Los
fantasmas podéis atravesar paredes ¿No?
-Es
verdad, -dijo él. -Y nada más decirlo, atravesó la pared y se
plantificó en medio de la calle. Yo intenté hacer lo mismo pero no
pude. Tuve que quedarme en el interior, mirándole a través del
doble cristal
de seguridad de la puerta. Por si aún había alguna duda, quedaba
claro que él era un fantasma y
yo no.
Tomás
estuvo mirando la fachada durante un par de minutos: detalle a
detalle, piedra a piedra, resquicio a resquicio. No parecía poner
mala cara, pero tampoco estaba sensiblemente contento. Cuando acabó
su análisis, volvió a atravesar la pared y entró.
-Mis
iniciales aún están ahí, -dijo, ligeramente aliviado.
Se
refería a las iniciales “T B”, que se había hecho esculpir en
las ménsulas que sostenían el balcón principal.
En esa época, tener las iniciales de tu nombre y apellido grabadas
en la fachada de tu casa era
un signo de distinción. Era una manera de dejar claro que en esa
casa vivía alguien especial. Una manera de consignar un estrato
social. Hay gente que hacía eso y a otros les daba por poner el
escudo de su familia. Además, en su caso, las iniciales también
servían otra función: distinguir la casa del médico de las demás
casas. De esta manera, si algún paciente o persona que estuviera
buscando al médico no recordaba exactamente en qué número vivía,
siempre podía guiarse por las iniciales en la fachada.
-
Me alegro de que eso no lo hayan tocado, -dijo. -Es una manera de
dejar claro que en esta casa vivió el médico.
-No
es por fastidiar, -le dije, -pero no estoy seguro de que la gente que
pasea hoy en día por esta calle sepa quien es la persona que vivió
aquí hace un siglo. Ni siquiera sabrán que significan las dos
iniciales, porque podrían ser de cualquier persona.
Tomás
Barrera se dio cuenta de repente de su propia pequeñez. Era un
completo desconocido en esa ciudad.
Lo único que quedaba de él era una casa anónima con dos iniciales
anónimas. Y aunque un día hubiera sido uno de sus más reconocidos
médicos, además de cirujano y forense, y hubiera atendido
desinteresadamente a los enfermos del hospital de pobres durante
muchos años (en el hospital y en su propio domicilio; en su tarjeta
de visita se podía leer: “Visitas en casa. Gratis los pobres”)
¿Qué le había dado el ayuntamiento a cambio?
-Al
menos, las autoridades podían haber colocado una pequeña placa con
mi nombre. Han tenido ochenta años para hacerlo. Más que nada para
que los nuevos vecinos y los turistas sepan que un día esta
casa fue mía, que yo la levanté de la nada y que en esta ciudad
ejercí de médico. No puedes ni imaginarte -me dijo - la de balas
que llegué a extraer en Torreciudad durante la Tercera Guerra
Carlista; cuantas heridas de cuchillo, algunas de ellas muy graves,
llegué a coser. Qué poca consideración con los muertos- me dijo
tristemente.
Tomás
se sentó en una silla fea y moderna (fea, no por moderna sino por
fea), suspiró hondamente y dejó escapar una confusa exclamación.
Se notaba que no estaba a gusto en la casa.
-Todos
los años, durante la fiesta mayor, a mediados de agosto, -dijo Tomás
-celebrábamos grandes comidas
en el patio posterior, donde había una gran bugambilia y un muro de
piedra que rodeaba la casa.
Ahora solo hay gente que viene a comer y punto, pero que no conocen
ni quieren conocer todas las cosas buenas y malas que ocurrieron
entre estos muros.
Tomás
salió al patio posterior. La bugambilia, por supuesto, ya no estaba,
y en lugar del muro de piedra había uno de cemento. Enfrente había
un edificio horroroso en una de cuyas ventanas podía leerse: Se
vende. Tomás sacudió la cabeza en señal de desaprobación.
-Mi sobrino Ramon había hecho muchos negocios durante su vida con dinero recibido de herencias familiares como la mía, o la herencia de la tía Narcisa, que había sido farmacéutica, o la de su tío abuelo Ramon Verdaguer, que había sido un abogado de cierto prestigio. Si al menos hubiera conservado esta casa -dijo-.. -¡En fin! ¡Qué le vamos a hacer...Si yo te contara cosas sobre mi sobrino... Siempre estaba metido en negocios de los que no tenía ni idea. Pero mi hermana siempre me insistió, que como yo no había tenido hijos, le dejase a él la casa, porque sabría encargarse de cuidarla y todo eso...
-Mi sobrino Ramon había hecho muchos negocios durante su vida con dinero recibido de herencias familiares como la mía, o la herencia de la tía Narcisa, que había sido farmacéutica, o la de su tío abuelo Ramon Verdaguer, que había sido un abogado de cierto prestigio. Si al menos hubiera conservado esta casa -dijo-.. -¡En fin! ¡Qué le vamos a hacer...Si yo te contara cosas sobre mi sobrino... Siempre estaba metido en negocios de los que no tenía ni idea. Pero mi hermana siempre me insistió, que como yo no había tenido hijos, le dejase a él la casa, porque sabría encargarse de cuidarla y todo eso...
Tomas
permaneció en silencio, cabuzbajo. Estaba conmovido y desplazado,
fuera de su entorno, aunque un día ese entorno hubiera sido el suyo.
Intenté animarle y le pregunté por su barba.
-:¿Te
gusta? En mi época, la barba era tan importante como el traje. Mi
abuelo me enseñó a afeitarme. Él había aprendido de su padre, que
había sido cirujano barbero. Te estoy hablando del año 1785, cuatro
años antes de la Toma de la Bastilla. El rasurado se divide en
catorce áreas; cada sección se aborda en función de la posición
natural de la mano y del nacimiento del vello ¿Ves? Así -y movió
la mano en el aire, con natural elegancia, como dándome una lección
de afeitado.
En
ese momento, tocaron las ocho en la campana de la iglesia, que estaba
unas calles más allá. Cuando quise darme cuenta, el fantasma de
Tomás Barrera había desaparecido ¿A dónde había ido?. Supongo
que al mundo de los muertos otra vez. Su presencia, aunque hubiera
sido traslúcida, me había dejado un buen sabor de boca. Por unos
instantes le imaginé a él saliendo por la puerta de su casa en
dirección al hospital de pobres, con su maletín de médico y su
levita impecable. Era verano, el sol perpendicular del mediodía
picaba con fuerza sobre la pequeña ciudad al pie de las Guillerías
y faltaban aún muchos años para que su sobrino Ramon vendiera la
casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario