miércoles, 26 de abril de 2017

                                                      SUEÑO DE AMOR (MONÓLOGO)

                                         
    Soy un hombre mayor, si por mayor se entiende alguien que ya ha pasado de los sesenta y que se acerca a los setenta con la velocidad de un tren sin frenos. Hace años me hubiera gustado haberme bajado de este maldito tren que no me gustaba, saltar desde un puente a un río oscuro, y morir. Ahora he cambiado de opinión. Soy mayor, pero no lo soy tanto; mi cuerpo y mi alma aún no me delatan y eso se lo debo a la fortuna, que me ha dado un aspecto juvenil, y a mis piernas, que todavía son suficientemente ágiles para coger una pelota de ping pong a metro y medio de la mesa y devolverla con la misma mala leche que el contrario me la ha enviado. Mis reflejos tampoco me han dejado de lado y eso es una suerte para un hombre de mi edad cargado con un montón de maletas. ¡Y qué maletas !. Algunas ni siquiera eran mías, alguien las había dejado allí y no tuve más remedio que recogerlas, porque, si eres alguien como es debido, si eres un hombre cabal, no dejas unas maletas abandonadas, porque alguien de mala fe las puede coger y quien sabe qué es lo que puede pasar.
    ¿Y el amor? Esta es una buena cuestión ... Mi madre me quería, mis hermanos me quieren, algunos amigos me quieren (otros no y me hacen putadas) pero yo todavía les quiero; mi mujer y mis hijos me quieren y el más pequeño todavía me pide que le compre algo en el quiosco, unos cromos, o una revista, o “llévame al tibidabo, papá” dice, o al aquarium, o al zoo, o llévame a los tres lugares al mismo tiempo. Y ¡ya! Lo quiero ahora. ¡Ya!
    Todos los demás no me quieren y tanto me da, directamente, tanto me da si me quieren como si les gustaría escupir sobre mi cráneo, como si quieren pisar mis huesos el día en que me muera. Lo pienso dejar bien escrito: coged mi cuerpo y haced lo que más os plazca con él. Coged mi cráneo para jugar a fútbol en medio de la plaza del pueblo si eso os hace felices. Para eso están hechos los cráneos una vez te has ido, para eso los cráneos son redondos, para jugar a fútbol con ellos, por mucho que digan algunos que los restos mortales son sagrados y que deben permanecer bajo tierra para que se los coman los gusanos. Mi cráneo es especial, es grande, potente, no como aquellos cráneos reducidos de tribus africanas que se pueden encontrar en el British Museum de Londres, cráneos ridículos, malformados, estúpidos. Por eso mi cráneo serviría para jugar al fútbol; ​​mi cráneo que además es duro como una piedra, por dentro y por fuera.
     Pero ... ¿y el amor? ... El amor a veces juega malas pasadas, aunque, cuando uno se enamora el tiempo se detiene, se detiene la velocidad de la vida. Es como viajar en una nave espacial y, de golpe, alcanzar el límite de la velocidad de la luz, el límite de nuestro universo y sentir un calor en todo el cuerpo, te mareas, sientes que tu cuerpo se expande, te entra vértigo, la voz se entrecorta, pierdes el hilo de las palabras, tienes ganas de estar con esa persona y tienes ganas de huir, tienes ganas de verla y de no verla, quieres escribirla y la quieres ignorar, porque no quieres herir y no quieres ser herido. A veces te da vergüenza ser quién eres, te da vergüenza mirarte al espejo y compararte con otros más jóvenes, y pensar que ellos, ¡ellos! si que tienen derecho a enamorarse, ellos sí que tienen derecho a besarse en plena calle, a hacer el amor en cualquier lugar. Pero yo lo sé, sé que soy un hombre y que lo seré hasta el día en que me muera. Hasta el día en que deje de existir amaré mi mujer, quizá sin derecho, tal vez sin esperanza, tal vez mal o sin ser amado, pero la amaré.
    Sí, te amaré.
    De joven tuve novias, tuve aventuras, tuve parejas, tuve alguna amante que sólo supuso problemas y hubo, hace muchos años, un hombre. Yo era muy joven y él no lo era tanto, él sabía mucho y yo no sabía nada, pero ahí acabó la historia, con una mamada y una buena vomitada, un puñetazo en medio de la nariz que lo dejó doblado, una patada en su sexo asqueroso que lo dejó tumbado en el suelo y otra patada en las costillas. Resultado: una nariz rota en mil pedazos y un par de costillas rotas. Dijo, en medio de su viscoso baño de sangre, que me denunciaría, y yo le dije que le rompería de nuevo la nariz, algunas costillas más, y que a mí me llevarían a la cárcel, sí, pero que él iría al hospital, y que cuando yo saliera de la cárcel volvería al hospital, donde él todavía estaría recuperándose y le rompería el resto de sus costillas (esto último no es mío, es de Joe Pesci, en Casino, pero siempre me hubiera gustado decirle a algún hijo de puta las mismas palabras que el bueno de Joe le dijo a aquel banquero gordo y calvo, con la tranquilidad de Joe, mientras Bob (de Niro), preparándose una copa con su sonrisa de ácido sulfúrico, le mira como diciendo: tu estas chiflado, colega? Joe con su cara de mala leche, Joe con su sonrisa cínica de gangster de barrio, criado entre la 'escoria más putrefacta de Queens.
     He sido sincero y he sido insincero, he sido valiente y he sido cobarde, he sido un hombre y he sido un trozo de hielo derritiéndome solo en un rincón, bajo el sol, transmutándome en otra cosa, ligera, líquida, irreconocible, fugaz.
    Pero ... ¿Y el amor? Este es un tema, repito, que siempre me preocupa. Tuve novias, como he dicho. Una era judía y sufría constantes dolores de cabeza, me volvía loco, y no de amor precisamente. Me invitó a su casa, en el barrio de Hampstead Head de Londres, su padre me recibió con el kipá y cuando nos sentamos a la mesa me dijo que todos, en su familia, eran observantes.
    Una vez allí, el padre colocó ambas manos sobre el pan -me dijo que el sábado eran dos panes-, hizo un pequeño corte alrededor de la parte más horneada y luego lo empezó a cortar, dejando una parte del corte adherida al resto, para que la bendición se pudiera hacer en todo el pan pero, al mismo tiempo, tratando de evitar que se tuviera que esperar mucho para servirse. Luego dijo: "Baruj Atá ado- Elokeinu melej aolam hamotzí lejem min Haaretz"
    Seguidamente, cortó unos trocitos pequeños, los puso en un plato y los repartió entre nosotros tres (él, ella y yo), acercando el platillo suavemente, para no parecer que nos lo tiraba con desdén.
     Luego llegó otra bendición, la Hamotzi, me dijo que se llamaba. Una vez terminó el ritual de bendiciones, empezamos a comer.
    Allí se acabó la historia. Le dije que lo sentía, que no podía comportarme como si aquello no fuera conmigo. Le dije que respetaba mucho sus rituales y que, incluso, si yo no fuera tan obstinado, quizás hasta los encontraría maravillosos.
    Pero ... ¿y el amor? ... Es un tema que me absorve, vuelvo a repetir otra vez ... ¿Cómo es ella? ... mi mujer, quiero decir. La quiero, porque su cuerpo tiene perfume de primavera, porque sus cabellos tienen el sutil encanto de las noches sin luna, porque su voz se quiebra a veces y parece que tendré que recoger sus lágrimas y ponerlas en un tarro de cristal. Porque, de vez en cuando, le sale la mala leche, el egoísmo que todos llevamos dentro, los miedos, las frustraciones y las angustias y eso me hace pensar que sí, que es una mujer a la que vale la pena amar y dejarse la piel cada día.
    Y esto es lo que he hecho. Pero bueno, aquí se acaba hablar de ella.
    Un día, muchos años atrás, me pareció estar sufriendo una maldición . Entre los treinta y los treinta y cinco, de repente, llegó la maldición de los días muertos, del irse a la cama con los calcetines puestos, de los calzoncillos que se aguantan solos, de los porros que te dejan imbécil (a solas y con los amigos), de las disquisiciones sin sentido, de los planes sin sentido, de los sueños sin sentido, del amor sin sentidos, del amor aquel de "(a) paga y vámonos", del amor de " si te he visto no me acuerdo ", del amor en cuartos estrechos, prácticos, impersonales, que olían a ambientador barato, con espejos en todas partes, como si lo de los espejos fuera una bendición y no una manera de verte a cuatro patas, como un mono, avergonzándote de ti mismo, de tu ridiculez, de tu falta de escrúpulos, de tu frialdad, de tu cuerpo sudando alcohol por todos los poros, del amor sin magia, del amor sin esperanza ...
    ¿Dónde está ella? Mi mujer, quiero decir ... Ah !, si ... Debe estar en algún lugar de la casa, haciendo sus cosas ... Porque, eso que dicen, que el amor es inmortal ... ¿es verdad? ... Eso que he leído: que el amor todo lo cura ... ¿es verdad? ... Eso que he visto: un hombre y una mujer dándose un beso, mordiéndose los labios suavemente, como si se 'estuvieran comiendo unos tocinillos de cielo con anís y miel, deteniendo el paso del tiempo con su aliento, cerrando los ojos para que el universo sea aún más profundo de lo que es, mientras ambos hablan del muslo de pollo que se acaban de zampar ... ¿Eso existe? Yo os puedo decir que si, hasta este extremo, lo confieso, pero conozco gente que dice que no, que esto es prácticamente imposible, que en algún lugar del vasto universo, un universo de partículas elementales, siempre hay una partícula gemela, que en algún lugar, tal vez cerca, quizás lejos, muy lejos, en el otro confín del yo qué sé, hay una segunda partícula conectada a ti, sin hilos, sin nada: que en un universo de almas, dos almas se encuentran, y sus cuerpos, como hechos el uno para el otro por la gracia de la creación, bailan, juntos para siempre, recorriendo los caminos que nadie ha osado ni osará recorrer nunca. Pero eso, añaden, es como si te tocara la lotería trescientas veces seguidas.
    Pues a mí me ha tocado la lotería trescientas veces seguidas.
    Me da vergüenza hablar de todo esto, lo admito, y por eso me sale una sonrisa tímida, de emoción; me da vergüenza porque me educaron que de los sentimientos no se habla, que las emociones no se tocan.
    Pero, he aquí, que un buen día, una musa generosa, que salió de la nada, que no relinchaba como los caballos (y que conste que no tengo nada en contra de los caballos, lo juro; adoro Historia de un Caballo de Leo Tolstoi) me tocó con su mano extendida, su mano de dedos finos, de pianista, y me dijo: “Ámame, no seas cobarde”
    Quizás, pienso ahora, el amor es eso y nada más: amar sin esperar nada a cambio, sin preocuparse por nada, sin sentir que ya estás cerca de los setenta, sin sentir que eres Kolstomier, el viejo caballo de Tolstoi quien, con su pensamiento recorre su vida, mientras observa las yeguas, jóvenes, de carnes fuertes, de ojos llenos de deseo por otro que no es él, jugando a enamorarse como hacen los caballos, jugando a ser felices como lo son los caballos, como él también un día lo fue.
    Pienso: es triste que la vida pase tan deprisa, porque quieres sentir todo tu cuerpo eternamente.
    Pero es así.
    Es así que dentro, en la casa, el fuego que nunca se apaga sigue formando espirales de humo.
    Parece eterno, como el deseo. Entonces, vuelvo de mi sueño. Hace un frío de cojones. Dentro de la casa, cerca de Avila, dos amigas de mi mujer aún susurran, mi hijo pequeño juega en el sofá, Moti, una niña de piel oscura, de origen hindú, que lleva un ala de ángel plateada alrededor del cuello con una cadenita de plata, me mira, sonríe abiertamente y viene a buscarme y me dice; “¿Te puedo acariciar el pelo, por favor?.
Tiene una obsesión no reprimida con mi pelo. Se ha pasado toda la tarde jugando con él. “Es tan suave” me dice. “¿Por qué es tan suave? Y yo le digo: "No lo sé. Pregúntaselo a Dios, si es que existe”.
    Hay dos hombres, sentados en la mesa del amplio comedor, maridos de las amigas de mi mujer, que aún siguen moviendo sus labios. Todo lo veo a través de las ventanas, como a través de una pantalla de cine. Parece una película danesa, llena de silencios, de luces, de colores, mientras Moti, con sus dedos oscuros, y sus ojos oscuros, y su alma delicada, trata de hacerme la permanente. Yo estoy todavía medio metido en este sueño que no se quiere terminar, qué, porqué no admitirlo, me tiene hipnotizado. Miro el cielo, es negro, y las estrellas, miles y miles de ellas, parecen inmóviles a mi vista, aunque se mueven, pero lo hacen a una velocidad que yo no entiendo; lo hacen a la velocidad que a mí me gustaría vivir. Y los árboles, de troncos poderosos como patas de elefante, y sus ramas como largos brazos quietos en la noche, me observan en silencio. De repente, oigo a mi mujer que me pregunta: ¿En qué estás pensando?.
    Me despierto definitivamente y le digo:

    -Estaba pensando en que tengo ganas de hacer el amor contigo”.
    De repente, vuelvo a sentir las manos de mi musa y siento como me acaricia el espíritu, suavemente, despacio, y, dócilmente, dejo de sentir los latidos de mi corazón y las continuas pitadas en los oídos.
    He dejado de existir durante unos instantes y soy feliz.

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