miércoles, 26 de abril de 2017


                                    CAN'T HELP FALLING IN LOVE



     Se habían bebido dos botellas de vino que les había costado como toda la cena y después la entrada a la discoteca y las consumiciones. En total, se habían gastado más de cien euros, pero ahora ambos estaban un poco borrachos y sólo hacían que reírse y dar tumbos al caminar.
     Ella llevaba un vestido negro de algodón y el cabello recogido en un moño muy discreto y elegante. Del cuello le colgaba un broche con la figura de un pájaro azul que él le había regalado por su último cumpleaños.
     Él abrió las cortinas del salón y ella se dejó caer en el sofá. Los altos edificios de la ciudad se empezaban a dibujar contra un cielo multicolor. Ninguno de los dos tenía ganas de meterse en la cama y decidieron hacer el amor allí mismo, en el sofá. El alcohol había adormecido sus pulsos vitales y estuvieron mucho rato acariciándose antes de ponerse a follar ferozmente y, al acabar, salieron a la terraza para tomar el fresco, porque era verano y habían sudado como gladiadores.

    Se sentaron en dos sillas de plástico que habían comprado en un centro comercial y ella se puso a mirar el edificio de enfrente, que aún seguía medio escondido entre la oscuridad. Los dos vivían en un barrio nuevo, de edificios altos. Hacia tiempo que habían abandonado cualquier esperanza de tener un piso en propiedad y habían alquilado casi el más barato que habían encontrado. Ahora, él estaba sin trabajo y ella trabajaba de cajera en un supermercado. Un mes atrás era ella la que estaba sin trabajo y él trabajaba a tiempo parcial en el comedor de un colegio infantil. La relación no estaba pasando por el mejor momento de todos; las frustraciones de la vida diaria habían ido dispersando sus sueños y algunos ya ni siquiera podían distinguirse de los difusos que eran. Además, él era 10 años mayor que ella y eso se notaba. A menudo, él se sentía viejo junto a ella, pues creía que les separaba una línea cultural invisible, hecha de detalles, de músicas, de historias personales diversas que eran a veces demasiado distantes.
     Ella se reclinó un poco en la silla. Era un amanecer agradable de agosto. El aire aún era fresco y se podía estar en el exterior sin sufrir una insolación. Los últimos días habían sido muy calurosos y las previsiones no auguraban ningún cambio de momento. Entonces, ella dijo:
     -Quiero tener un hijo. Creo que ha llegado la hora.
     Lo soltó con una convicción absoluta y luego le miró fijamente, como esperando una rápida respuesta.
     Lo habían hablado alguna vez, eso de tener niños, hacía tiempo, pero hasta ese momento ninguno de los dos lo había vuelto a plantear. El momento elegido, además, daba a la proposición una aire ceremonioso añadido. Posiblemente los suaves tonos de la madrugada y el exceso de bebida estaban abriendo la mente de ella a nuevos parajes de maternidad, llenos de aprendizaje y de buenos consejos.
     -Y el dinero? dijo él.
     Había hablado la parte materialista, cuidadosa y poco espontánea de la relación. Ella se incorporó en la silla, subió las piernas y las cruzó sobre el asiento. Él notó que esta vez ella iba en serio, porque la forma que tenía de sentarse así, imitando la posición del loto, sólo la utilizaba en momentos de mucha seriedad, cuando tenía algo importante que decir y había que prestarle atención con los cinco sentidos.
      -Si nos centramos en el dinero no lo haremos nunca ... ¿Eh que me entiendes? -dijo ella ladeando ligeramente la cabeza-. Es ahora o nunca. Lo entiendes ¿Verdad?
     ¿Lo entendía o no lo entendía? Él le había propuesto una vez que aprovecharan la libertad al máximo y cuando ambos estuvieran cansados ​​de ser libres adoptaran un niño, preferiblemente chino. Él nunca había estado en China y se le ocurrió que sería una experiencia única. Unos amigos suyos lo habían hecho: habían adoptado un niño chino y se habían empapado de su cultura antes de ir a recogerlo. Ahora bien, también es cierto que había leído en un dominical que la cultura exportadora de niños y niñas chinas en adopción se estaba recrudeciendo y todo se había vuelto mucho más complicado. Fuese como fuese, ella se había negado en rotundo a experimentos de ese tipo. “¿Por qué quieres adoptar un niño si lo puedes tener?” le había dicho ella aquella vez, y entonces se había puesto muy seria y le había dicho que no le entendía, y que cómo podía ser tan frío con sus sentimientos, y que si tanto le daba que el hijo fuera, en realidad, de un campesino anónimo de Hubei.
     Él dejó caer los pies que tenía apoyados en la barandilla y se incorporó perezosamente en la silla. La cabeza baja y los hombros caídos le daban el aspecto de un viejo orangután mentalmente alejado hace tiempo de la manada, pasando los últimos días de su vida en un rincón, hurgándose la nariz y rascándose con parsimonia las axilas.
     -Sí, sí, claro que lo entiendo -susurró él finalmente.
     Había llegado a la edad de empezar a entender las cosas, cosas como que él estaba donde estaba y no en cualquier otro lugar sagrado de su imaginario. A los veinte años aún no tenía demasiado claro que rumbo quería darle a su vida. Nunca había tenido una pasión clara por nada en concreto, hasta que al final salió el tema de la televisión y terminó escribiendo pequeños monólogos para un programa de cómicos. Hubo un momento en que se ganaba bien la vida y fue cuando Irene y él empezaron a salir. Pero ahora no tenía trabajo y ella le venía con el tema del hijo.
     Además, había leído en un diario que tan solo el siete por ciento de los padres se ocupan de sus hijos igual que lo hacen las madres. Pensó que eso de criar a un hijo tenía que ser un asunto muy duro y peliagudo. Cualquier percance o malestar debía suponer un enorme estrés. El hecho de que solo haga caca una vez al día cuando lo normal serían tres veces ya debe ser un signo de preocupación. Una regurgitación demasiado sustanciosa un signo de alarma. Si estornuda cuatro veces seguidas cuando normalmente solo estornuda dos y porque le da el sol de frente, ¡ay! Ya se debe estar resfriando.
     Pero, si bien, la propuesta de Irene le había cogido por sorpresa, no es menos cierto que, de una manera instintiva, él también se lo había estado planteando. Un cincuenta por ciento de sí mismo se sentía fuertemente arraigado a todos los esquemas de su educación bohemio-sentimental. Al otro cincuenta por ciento de sí mismo, el instinto paterno le hacía suaves cosquillas en la nuca, pero no las suficientes.
     Él se volvió y la vio a ella mirando hacia un edificio más alto que el suyo, de unas veinticinco plantas, al que los rayos del sol estaban bañando en oro líquido y reluciente.
    En general, la atmósfera se había vuelto irreal, de cuento de hadas. Los cabellos rubios de ella despedían reflejos anaranjados, y las sillas y la mesa de plástico también parecían de oro macizo. Ella había adoptado ahora un aire áspero y tenso que se notaba en el pliegue de los labios, porque se habían vuelto más finos que de costumbre. Sus manos, sin embargo, pequeñas y delicadas como en un retrato de Modigliani, parecían de otro persona y estaban suavemente apoyadas encima de sus muslos con las palmas hacia arriba, como si estuviera meditando.
     -Te quiero -dijo ella rompiendo el silencio-. Te quiero y quiero que tengamos un hijo. No me importa lo que ocurra después... Ya veremos.
     Él no acababa de tenerlo claro del todo pero, cosas de la experiencia, una voz le susurraba que quizás nunca llegaría a tenerlo claro. Pensó en todas las oportunidades que había dejado pasar y en las oportunidades que había aceptado y llegó a la conclusión de que había un claro desequilibrio hacia las oportunidades que había dejado pasar.
     Se levantó de la silla y se acercó a ella, la rodeó con los brazos por detrás y le dio un beso suave en la mejilla y otro en los labios. Acto seguido entró en el salón y, entre su colección de vinilos, escogió uno que sabía que a ella le gustaba especialmente: “Can't help falling in love”.
     Ella se reclinó de nuevo en la silla y miró la ciudad a través de los barrotes de la barandilla. El día estaba inmerso en su propio despertar, ajeno a las tribulaciones de los humanos, y el sol atacaba la ciudad de reflejos amarillos que centelleaban con fuerza, como queriendo deshacerse de los últimos restos de noche que aún agonizaban.

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