miércoles, 26 de abril de 2017


ANATOMÍA DE UNA DAMA


I

    -La señora llevaba puesto un camisón de flores y unas zapatillas de color granate encima de unos gruesos calcetines de lana -dijo la criada, la señora Gottfried-, porque, a pesar de que estamos en Agosto, ella siempre sentía frío. Se metió en la cama a las diez y media en punto, después de tomarse una infusión de amapola que yo misma le había preparado y servido en su dormitorio, como era costumbre desde que la conozco. Pero a eso de las doce, cuando me iba a dormir, pasé un momento por delante de su puerta y observé que la luz aún estaba encendida. Me extrañó, porque ella solía apagarla como más tarde a las once, ya que que le gustaba madrugar. Sentí un escalofrío al pensar que algo podía ir mal y fue por eso que decidí entrar, para comprobar que todo estuviera en orden.
     En París, en Agosto, hace casi tanto calor como en el desierto pero con mucho más bochorno. Gracias a Dios, en las noches, cuando el polvo que levantan los coches durante el día ha desaparecido, se puede respirar con cierto alivio. Esa noche, 15 de agosto de 1854, la señora Gotffried estaba sentada frente al inspector de policía Jean Marie Bataille, un apuesto joven de treinta años con un gran futuro por delante, en un despacho de la gendarmerie del 10th arrondissement de la ciudad de Paris, explicando los hechos tal cual ella los había presenciado. Vestía con ropas negras, humildes, sus ojos estaban enrojecidos de tanto llorar y se secaba las lágrimas con un pañuelo de seda blanco bordado que, tras más de una hora de interrogatorio , ya estaba completamente empapado.
     La criada suspiró, guardó silencio unos instantes y el inspector se sirvió una taza de café frío.
    -Continúe -le dijo el policía-. ¿Qué vió después?
    -Estaba caída en el suelo, bocabajo, con un brazo aprisionado debajo del abdomen y la cabeza ladeada a la izquierda. Me pareció que estaba muerta, la pobrecita... Y lo estaba... La señora ¡ay! Con lo que yo la quería.
    -Pues alguien la ha asesinado -dijo el inspector-. Y no sabemos cómo.

II
      Eran las cinco de la mañana y el inspector de policia Jean marie Bataille del 10th arrondissement de la ciudad de Paris había vacíado una cafetera y se había servido una nueva taza que su ayudante le había preparado haciendo pasar agua caliente a través de un filtro con café molido. Frente a él tenía ahora a Charles Cole, un anciano alto y de facciones secas, con ojos de halcón y el pelo blanco y duro como puas de puerco espín, que estaba ligeramente inclinado hacia delante, con su mano izquierda apoyada sobre un bastón de caoba con empuñadura de plata y estático como una estatua romana. Vestía con elegancia una chaqueta estrecha con cuello de terciopelo y mangas abollonadas y chaleco claro, y a su lado estaba su médico particular, el doctor Clemenceau, bajito, con anteojos y la cabeza lisa como una bola de billar. El doctor Clemenceau ya no permitía a monieur Cole salir solo a la calle por miedo a que se cayese y menos a esas horas de la noche. Por eso, cuando Monsieur Cole recibió la noticia de la muerte de su amiga, la señora Dumollard y le hizo llamar, se levantó de la cama, se vistió deprisa, y le acompañó a declarar. “Es lo menos que puedo hacer por ella” le había dicho el modisto cuando llegó.
     -Hábleme de la señora Dumollard -dijo el inspector. ¿La conocía bien, monsieur Cole?
     El anciano modisto asintió. Había tristeza en sus ojos.
    -Se quedó huérfana de madre a los tres años -dijo Charles Cole, pero gracias a una tía suya, fue criada en un convento benedictino de París, donde estuvo hasta los dieciseis años.
     Con un gesto rápido de la mano, el inspector le pidió a su ayudante que abriese la ventana.
     -Continúe -dijo el inspector.
    -Allí, Alicia (le llamaba por su nombre de pila) desarolló su propio conocimiento, plasmándolo en escritos que nunca verían la luz.
     -¿Por qué no?- preguntó el inspector.
     Monsieur Cole se quedó pensativo unos instantes y dijo:
     -Porque de la lectura a la escritura había, y sigue habiendo, un salto muy importante que no les está permitido dar a las mujeres.
     -Claro, claro- dijo el inspector.
     El anciano modisto continuó.
     -En sus cartas, por ejemplo, defendía que las mujeres debían recibir la misma educación que los hombres, ya que podían hacer las mismas cosas que ellos. Era una gran defensora de la educación para las mujeres, y durante toda su vida se opuso, clandestinamente eso sí, al matrimonio, por considerarlo una prisión para el cuerpo y el alma de cualquier mujer.
     El inspector asintió y abrió los ojos en señal de admiración.
     -¿Qué más?.
     Tras abandonar el convento y trabajar en una lencería, fue contratada por Rosa Bertín, una famosa modista de la época, que había confeccionado trajes para Maria Antonieta.
     -Oh! -exclamó el inspector. ¿En serio?
     -Rosa Bertín tenía una compañía de mujeres modistas de las llamadas “Les Maitreses Couturières” ¿Las conoció?
     El inspector miró a su ayudante y luego sacudió la cabeza.
     -Dicha compañía traspasó fronteras -continuó monsieur Cole con aire de nostalgia- y su atelier era observado con mucho interés por las cortes europeas. 
     -¿Y ella qué hacía?... Madame Dumollard, me refiero.
     -Los ateliers y salones más selectos de París contaban entonces con la modista titular que ejercía de directora, una o varias oficiales, quienes asumían el corte de las prendas y las aprendizas como Alicia Dumollard, que ingresaban en el taller para conocer el oficio. Los horarios eran largos, los salarios cortos y las jornadas eran tediosas y estaban en relación con la demanda y la actividad social, que era muy intensa en los meses de invierno, cuando muchos de los salones abrían. En fin -suspiró el anciano- fue gracias a los contactos de Rosa Bertín que, poco tiempo después, Alicia conoce en un baile a un marchante de arte quien, impactado por su belleza, la toma como su protegida y la instala en un pequeño piso de la calle Saint Dominique.
     -¿Tuvo muchos amantes? -preguntó el inspector.
     -¿¡Que si tuvo muchos amantes!? -dijo el modisto.
     Monsieur Cole emitió un soplido mientras dibujaba una espiral ascendente con su mano, se acercó un poco más al inspector y le dijo:
     -¿Cuantos quiere que le diga?
     El inspector se encogió de hombros.
     -Tras el marchante, llegó su primera gran conquista, el conde Adolphe D'Artigny, ya sabe, el Duque d'Artigny.
     El inspector asintió.
     -Durante su romance con el Conde d'Artigny, Alicia se mudó a un magnífico palacete alquilado por el mismo conde en la rue Moint Blanc de París; un palacio estilo Luis XIII. Yo estuve allí: precioso, simétrico, con ventanas coronadas por frontones cimbrados triangulares y todas esas cosas pasadas de moda que tanto gustaban a la aristocracia.
     -Qué más.
    -Allí, Alicia abrió un salón de tertulias que atraía un día a la semana a toda la élite intelectual. Y claro está, con el tiempo, su inteligencia y sus dotes de conversación, se creó una verdadera fascinación alrededor de ella.
     El anciano modisto se incorporó en la silla y apoyó las dos manos, una sobre otra, en la empuñadura de su bastón.
     -Alfonse de Lamartine escribió que era una belleza de cabellos oscuros y cara ovalada con la boca más encantadora del mundo, y que su espiritualidad, su saber escuchar, su sencillez y su maestría en el baile le habían fascinado enseguida. Piense -dijo Monsieur Cole-, piense... mientras cientos de mujeres desdichadas se prostituían en la calle y eran objeto de injurias e indignación, mujeres como la señora Dumollard paseaban en carruaje, se vestían a la última moda, iban a la ópera, tenían amistades literarias, gastaban fortunas en las mesas de juego y, lo que es más importante, podían permitirse elegir a sus amantes.
     El inspector dio un sorbo a su café y se reclinó en la silla.
     -Y ahora viene lo mejor -dijo Monsieur Cole-. Cuando Alicia Dumollard acabó su romance con el duque d'Artigny, ¿sabe a quien le tocó el turno?
     -El inspector sacudió la cabeza.
     -A Luis Felipe I , quien la tuvo como su amante favorita hasta su abdicación en 1848 ¿Qué le parece?
     -Fascinante -dijo el inspector-. Me parece fascinante.
     -Durante esa época -prosiguió el anciano con la cabeza bien erguida- Alicia gastaba más de cien mil francos de oro al año y su colección de joyas llegó a valorarse en un millón de francos. Poseía varias casas y su ropa se la hacían los mejores modistos de París. Vestía elegantemente y, lo que es más importante, sabía realzar su belleza sin ser vulgar.
     -¿Ah, si? -dijo extrañado el inspector-. Pues ahora parecía una indigente.
     -Ahora sí, pero antes no -dijo seriamente mesieur Cole-. Ella creó modas: rebajó el talle de los vestidos y sus sofisticados peinados eran imitados por todas las demás mujeres de París. Fue entonces cuando trabé una profunda amistad con ella.
     -¿Cómo ocurrió?
     El anciano modisto carraspeó y dijo:
     -Por entonces yo era un joven inglés, aficionado a la alta costura... Tenía dinero y le facilité la clientela necesaria para que ella abriera su primera casa de costura en Paris. Nos hicimos amigos y, a partir de 1843, me convertí en su modisto particular. Alicia solía tener gran cantidad de vestidos y utilizaba uno diferente para cada ocasión. A veces se cambiaba hasta ocho veces al día... Piense usted, considerando lo aparatoso de sus atuendos, eso resultaba tremendamente agotador.
     El inspector arqueó las cejas y miró a su ayudante, que dejó escapar una socarrona sonrisa.
     -Claro, claro: agotador -dijo el inspector-. Continúe.
     -A raiz de la revolución francesa de 1848, con la abdicación del rey y la llegada de la Segunda República, el apogeo de Alicia declinó, y entonces se vio obligada a vender la fortuna que había acumulado para vivir. Alquiló un piso sencillo en el barrio de Montparnasse y requrió los servicios de una sirvienta: la señora Gottfried, que a mi nunca me gustó, si quiere que le sea sincero, y creo que a ella tampoco. No obstante, guardó para sí las joyas que había ido coleccionando y que poco a poco fue vendiendo para obras de caridad, a las cuales dedicaría la última parte de su vida.
     Se hizo un silencio.
     -Y ahora dígame, monsieur Cole -dijo el inspector llevándose la taza de café a los labios- ¿Fue usted amante de la señora Dumollard?.
     Monsieur cole le miró fijamente a los ojos y dijo:
     -Lo fui...de Alfonse de Lamartine.
     El inspector tosió abruptamente, cogió una servilleta y se la puso en la boca para no escupir el café que en ese momento acababa de ingerir, mientras el perplejo ayudante se quedaba mirando fijamente al anciano modisto, quien, tras esta confesión, se encargó de no transmitir ni la más leve señal de emoción.
     -Je n'ai pas d'objection -dijo el inspector-. Pas d'objection.

III

     Estaba cenando en casa de su amigo, el doctor Coiffier, cuando el doctor Thomas, médico forense de l'Haute Ecole de Medecine de Paris, recibió la nota de manos de un secretario del juzgado. Le tuvó que pedir a su amigo que pospusieran el foie glaseado para otra ocasión y, cuando salíó a la calle, un coche le estaba esperando para llevarle directamente al hospital de las hermanas Benedictinas. Él también había conocido a la señora Dumollard porque, gracias a sus donaciones, se habían construído dos habitaciones nuevas en el pabellón para enfermos infecciosos, se había comprado una estufa de desinfección, un depósito suplementario de agua, un inyector, vacunas y varias mesas de reconocimiento. Además, la señora Dumollard había conseguido, gracias a generosas donaciones de otra gente, que fueran las mismas monjas benedictinas que la habían dado su primera educación en el convento, quienes se ocuparan del cuidado de los niños enfermos y de la limpieza del hospital.
     Cuando el doctor Thomas llegó al hospital le recibió la madre superiora, una mujer de mediana edad, de aspecto frágil y seco, quien le dijo que, en ese momento, tan solo se encontraban, a parte de la señora Dumollard, otros dos cadáveres: un vagabundo que habían encontrado tirado en la calle y monsieur Pontinsky, un anciano sin familia que había cedido su pensión al hospital a cambio de alojamiento y manutención. El cadáver de la señora Dumollard estaba cubierto por una sábana a excepción de la cabeza. Otras dos hermanas Benedictinas la habían desnudado, la habían lavado delicadamente y la habían colocado sobre una camilla de reconocimiento en una de las enormes salas vacías, junto a un gran ventanal que ocupaba un tercio de la pared que daba a la calle Arts et Metiers, por el cual entraba un sombrío fulgor anaranjado que la iluminaba y le daba un aspecto triste pero sereno. Antes de proceder a examinar el cuerpo, el doctor Thomas firmó los documentos del juzgado y leyó una nota que le había escrito el doctor Biessy, médico particular de la señora Dumollard, junto con unas cartas que ella misma había escrito al Doctor Biessy.
     “Querido profesor Thomas”
Hará ya unos cinco años que vengo visitando a la señora Dumollard con cierta regularidad. Le adjunto las cartas que ella me fue facilitando durante el transcurso de su enfermedad.
     A medida que el doctor Thomas reseguía la nota del doctor Biessy, sacaba las cartas del sobre y las iba leyendo:
     Querido Doctor Boissy:
     Últimamente vengo sintiendo una ansiedad llana y sin interrupción, frecuentemente sin un motivo válido y que por cualquier razón me vuelve irascible y quisquillosa con las cosas, especialmente con todo lo concerniente a mi criada, la señorita Gottfried, a la que no dejo vivir en paz.
Atentamente. Mdme Dumollard.
     Durante la visita, Le receté unas infusiones de tila y amapola y le pedí que hiciera reposo. Al cabo de un tiempo volvió a enviarme otra nota, a través de la señorita Gottfried.
    Querido Doctor Boissy
     Estoy muy consternada. Sufro terriblemente y la angustia del primer momento se ha vuelto un miedo incesante y creciente a la muerte. Estoy cada vez más persuadida de que sufro una enfermedad incurable que me está devorando.
Atentamente
Mdme. Dumollard.
    Tras consultar el caso con mi colega Jean Ettiene Esquirol, este me sugirió que la enfermedad de la señora Dumollard podía ser lipemanía, un trastorno cerebral causado por un delirio parcial, sin fiebre y crónico, sostenido por una pasión triste, debilitante y opresiva. No obstante, al cabo de unos meses, recibí una nueva nota de la criada, en la que la señora Dumollard me decía.
     Estimado doctor Boissy
     El dolor psíquico se ha convertido en dolor físico y tengo frecuentes cefáleas que me impiden descansar y que solo desaparecen mediante la aplicación de compresas frías. También siento una enorme fatiga, redoblada por una gran debilidad y una súbita sensación de frío que me recorre todo el cuerpo.
Atentamente
Mdme. Dumollard.
     Últimamente, hará ya cosas de siete u ocho meses, me envío una nueva carta porque le costaba respirar y sentía que le faltaba el aire. Además de esto, notaba que su piel iba perdiendo la tersura anterior y se estaba tornando cerosa y amarillenta. 
     Finalmente, Hará unos tres meses, me comentó que había tenido unos episodios de vómitos y diarrea, que yo creía eran debidos a una fiebre estomacal, y le receté una dieta ligera a base menestras y féculas, agua de seltz y mucho reposo.
Me conmueve enormemente su fallecimiento y resto a su entera disposición para cualquier aclaración que crea conveniente.
Suyo.
Doctor August Biessy.
     El doctor Thomas se lavó las manos, se puso los guantes, y retiró la sabana que cubría el cuerpo de la señora Dumollard. Al acabar la autopsia escribió:
     “La pìel presenta algunas pigmentaciones en la planta de las manos y de los pies. Asimismo, observo una equimosis a la altura de la tercera costilla que bien puede deberse a la caída que se produjo antes o durante su muerte. Sus labios están resecos. Su lengua es de color blanco. La esclerótica de los ojos amarillenta y hay pequeñas costras en el interior y el exterior de ambas fosas nasales. Tras practicarle dos incisiones laterales, desde la parte media del esternón hasta el pubis, llego al abdomen, sierro las costillas y las levanto a medida que las cortó para no herir los pulmones. Por medio de otro corte de sierra divido la parte superior del esternón, corto las inserciones del diafragma, el ligamento suspensor del hígado y el de la vena umbilical, levanto el colgajo y corto los musculos abdominales. Vuelto el colgajo sobre los muslos, exploro el corazón, corto los vasos, extraigo el músculo y el pericardio y dejo a la vista los pulmones. Descubro la cavidad abdominal por medio de una incisión practicada en la pared y vuelvo el colgajo sobre el pecho. Parte de los pulmones, de la mucosa del estómago, zonas del hígado y también de los riñones presentan enrojecimientos poco comunes; manchas rojas negruzcas en algunas zonas. Corto parte del tubo digestivo afectado por estas equimosis y extraigo los restos sólidos que aún hay en el interior.”
     Al doctor Thomas le parecía que había algo extraño en el aspecto del higado, de los riñones y del estómago, y decidió tomar una gran muestra de la parte afectada del hígado y del pulmón para que la analizase el profesor Matheo Orphila, .
     A las cuatro de la tarde del día siguiente, el doctor Thomas entraba en “L'Ecole de Medicine” de Paris. El profesor Orphila le estaba esperando y le llevó directamente al laboratorio. Allí había dos alumnos suyos, de la cátedra de toxicología, un policía y un funcionario del juzgado. El doctor Thomas abrió su maletín y le entregó al profesor la muestra que había tomado de la señora Dumollard.
     -Lo que el doctor Thomas nos ha traído -dijjo el profesor Orphila a sus alumnos- es una muestra del hígado, de los riñones y del tubo digestivo de la señora Dumollard, y lo que nosotros vamos a hacer ahora es descomponer esta materia orgánica mediante acido acético. Como ustedes ya deberían saber, al calentar dicha materia, el ácido se descompondrá, liberando una considerable cantidad de ácido nitroso que formará un humo muy espeso y que carbonizará la materia. Acto seguido -prosiguió el profesor- trituraremos y herviremos con agua destilada la muestra carbonizada de la señora Dumollard. 
     Los alumnos siguieron con atención los pasos del profesor Orphila y al acabar el hervor, el profesor Orphila, seguido de sus alumnos, llevó la muestra carbonizada de la señora Dumollard hasta un aparato de Marsh, volcó la solución en el recipiente de vidrio destinado a ese uso y le añadió unos gránulos de zinc. A traves de un tubo vertical que entraba por la parte superior del recipiente le fue añadiendo acido sulfurico en pequeñas cantidades para poder controlar bien la reacción y no dañar la muestra. El hidrógeno surgido de esta combinación salió por otro tubo de vidrio horizontal adosado al recipiente y, al pasar por una fuente de ignición situada justo a la mitad del tubo, se encendió como un soplete, liberando ácido arsenioso -cuya fórmula anhídrida es utilizada como pesticida, matarratas y herbicida-. Como resultado de la inflamación, el ácido se depositó en forma de ligeras manchas plateadas en un recipiente de porcelana sujeto al otro extremo del tubo horizontal mediante una pinza.
     -Muerte por arsénico -dijo el profesor Orphila. No tengo ninguna duda.

IV
     Un año más tarde, el inspector de policía, Jean marie Bataille, escribía al ministro del interior de Francia, exponiendo los resultados de su investigación.
     Señoría:
    “Como usted sabrá, la noticia de la muerte de la señora Dumollard apareció en la prensa nacional con todo lujo de detalles sobre su vida y su enfermedad. El señor Antoine Garnier, un vecino de Caen, leyó la noticia y vino a verme para explicarme que, diez años atrás, su tía, la señora Marie Garnier, tambien de Caen, había tenido la misma criada que la señora Dumollard: la señorita Gottfried, y también había muerto en similares circunstancias. Ante tal coincidencia, solicité al juez que ordenara que se exhumara el cadaver de la señora Garnier y después de un análisis minucioso se halló una gran cantidad de arsénico en los huesos. Al llevar el cadáver tanto tiempo enterrado, se pasó a comprobar si la presencia de arsénico se debía a factores externos, como por ejemplo la contaminación del suelo o, si por el contrario, se había producido un envenenamiento como resultado de una ingestión. Tras ser analizado, se descubrio que el arsénico, al igual que en el caso de la señora Dumollard, se introdujo en el cuerpo a través de una vía externa. Después de una incesante búsqueda, la señorita Gottfried, la criada de la señora Dumollard, ha sido localizada en Marsella. Tras un interrogatorio, ha confesado haber sido la autora de los dos crímenes y, tras un juicio, ha sido recluída en la prisión de Saint Michel a la espera de su ejecución en la horca, que tendrá lugar el trece de diciembre de 1853. Asímismo, entre las pertenencias de la señora Gottfried, descubrimos un diario donde la criada había estado apuntando los nombres de todas las señoras para las que había trabajado: ocho en total, contando a la señora Dumollard. Ante las sospechas de que la señora Gottfried hubiera envenenado a más personas, el juez ordenó que se exhumaran todos los cuerpos y se analizaran uno a uno los mismos para ver si había rastro de arsénico. Tras los anàlisis de los cadáveres de las señoras Desmeres, Jouvenet, Bovier de Fontanelle, Duphly, Auzout y Bochart, que han durado cerca de un año, se ha descubierto que todas ellas habían sido envenenadas con arsénico.
Atentamente
Inspector Jean Marie Bataille.

Epílogo
    El entierro de la señora Dumollard tuvo lugar en el cementerio de Montparnasse. A él asistió muy poca gente. De su época dorada tan solo pudo verse al modisto Charles Cole, acompañado de su médico particular. También asistieron algunas monjas del hospital de los Benedictinos de París. Fue un sincero y humilde colofón a una vida que tuvo de todo: pobreza, riqueza, glamour y mucho misterio. Una persona excepcional que acabó sus días hundida en el anonimato; un anonimato que a ella nunca le importó y que vivió como la consecuencia natural de su propia vida. Una mujer que, a su manera, lo había sido todo y lo había representado todo. 
    Nota:
    En 1853 el arsénico era el veneno por excelencia. Se le llamaba “el veneno de los reyes” o también “El polvo de la sucesión”. Tan solo hacía falta, y la señorita Gottfried lo sabía a la perfección, conocer muy bien las propiedades del tóxico y los síntomas que producía. La señora Gottfried había aprendido que, si la administración del tóxico no era ni regular ni constante, sino intermitente, yendo creciente en el tiempo, y yendo creciente también en intensidad con el tiempo, e incrementándose su importancia durante los últimos meses, los envenenamientos podían alargarse muchos meses sin presentar apenas síntomas hasta el final. De esta manera, la señorita Gottfried podía debilitar progresivamente a sus víctimas, no solo física sinó también mentalmente, hasta tal punto que dependían tanto de ella que conseguía extorsionarlas so pretexto de abandonarlas en su enfermedad. Cuando la señorita Gottfried le había sacado suficiente dinero a una víctima, para no despertar sospechas, le daba el golpe de gracia y se iba en busca de otra con la que alimentar sus macabros instintos.

 

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