ANATOMÍA
DE UNA DAMA
I
-La
señora llevaba puesto un camisón de flores y unas zapatillas de
color granate encima de unos gruesos calcetines de lana -dijo la
criada, la señora Gottfried-, porque, a pesar de que estamos en
Agosto, ella siempre sentía frío. Se metió en la cama a las diez y
media en punto, después de tomarse una infusión de amapola que yo
misma le había preparado y servido en su dormitorio, como era
costumbre desde que la conozco. Pero a eso de las doce, cuando me
iba a dormir, pasé un momento por delante de su puerta y observé
que la luz aún estaba encendida. Me extrañó, porque ella solía
apagarla como más tarde a las once, ya que que le gustaba madrugar.
Sentí un escalofrío al pensar que algo podía ir mal y fue por eso
que decidí entrar, para comprobar que todo estuviera en orden.
En
París, en Agosto, hace casi tanto calor como en el desierto pero con
mucho más bochorno. Gracias a Dios, en las noches, cuando el polvo
que levantan los coches durante el día ha desaparecido, se puede
respirar con cierto alivio. Esa noche, 15 de agosto de 1854, la
señora Gotffried estaba sentada frente al inspector de policía Jean
Marie Bataille, un apuesto joven de treinta años con un gran futuro
por delante, en un despacho de la gendarmerie del 10th arrondissement
de la ciudad de Paris, explicando los hechos tal cual ella los había
presenciado. Vestía con ropas negras, humildes, sus ojos estaban
enrojecidos de tanto llorar y se secaba las lágrimas con un pañuelo
de seda blanco bordado que, tras más de una hora de interrogatorio ,
ya estaba completamente empapado.
La
criada suspiró, guardó silencio unos instantes y el inspector se
sirvió una taza de café frío.
-Continúe
-le dijo el policía-. ¿Qué vió después?
-Estaba
caída en el suelo, bocabajo, con un brazo aprisionado debajo del
abdomen y la cabeza ladeada a la izquierda. Me pareció que estaba
muerta, la pobrecita... Y lo estaba... La señora ¡ay! Con lo que yo
la quería.
-Pues
alguien la ha asesinado -dijo el inspector-. Y no sabemos cómo.
II
Eran las cinco de la mañana y el inspector de policia Jean marie
Bataille del 10th
arrondissement de la ciudad de Paris había vacíado una cafetera y
se había servido una nueva taza que su ayudante le había preparado
haciendo
pasar agua caliente a través de un filtro con café molido. Frente
a él tenía ahora a Charles Cole, un anciano alto y de facciones
secas, con ojos de halcón y el pelo blanco y duro como puas de
puerco espín, que estaba ligeramente inclinado hacia delante, con su
mano izquierda apoyada sobre un bastón de caoba con empuñadura de
plata y estático como una estatua romana. Vestía con elegancia una
chaqueta estrecha con cuello de terciopelo y mangas abollonadas y
chaleco claro, y a su lado estaba su médico particular, el doctor
Clemenceau, bajito, con anteojos y la cabeza lisa como una bola de
billar. El doctor Clemenceau ya no permitía a monieur Cole salir
solo a la calle por miedo a que se cayese y menos a esas horas de la
noche. Por eso, cuando Monsieur Cole recibió la noticia de la muerte
de su amiga, la señora Dumollard y le hizo llamar, se levantó de la
cama, se vistió deprisa, y le acompañó a declarar. “Es lo menos
que puedo hacer por ella” le había dicho el modisto cuando llegó.
-Hábleme
de la señora Dumollard -dijo el inspector. ¿La conocía bien,
monsieur Cole?
El
anciano modisto asintió. Había tristeza en sus ojos.
-Se
quedó huérfana de madre a los tres años -dijo Charles Cole, pero
gracias a una tía suya, fue criada en un convento benedictino de
París, donde estuvo hasta los dieciseis años.
Con
un gesto rápido de la mano, el inspector le pidió a su ayudante que
abriese la ventana.
-Continúe
-dijo el inspector.
-Allí,
Alicia (le llamaba por su nombre de pila) desarolló su propio
conocimiento, plasmándolo en escritos que nunca verían la luz.
-¿Por
qué no?- preguntó el inspector.
Monsieur
Cole se quedó pensativo unos instantes y dijo:
-Porque
de la lectura a la escritura había, y sigue habiendo, un salto muy
importante que no les está permitido dar a las mujeres.
-Claro,
claro- dijo el inspector.
El
anciano modisto continuó.
-En
sus cartas, por ejemplo, defendía que las mujeres debían recibir la
misma educación que los hombres, ya que podían hacer las mismas
cosas que ellos. Era una gran defensora de la educación para las
mujeres, y durante toda su vida se opuso, clandestinamente eso sí,
al matrimonio, por considerarlo una prisión para el cuerpo y el alma
de cualquier mujer.
El
inspector asintió y abrió los ojos en señal de admiración.
-¿Qué
más?.
Tras
abandonar el convento y trabajar en una lencería, fue contratada por
Rosa Bertín, una famosa modista de la época, que había
confeccionado trajes para Maria Antonieta.
-Oh!
-exclamó el inspector. ¿En serio?
-Rosa
Bertín tenía una compañía de mujeres modistas de las llamadas
“Les Maitreses Couturières” ¿Las conoció?
El
inspector miró a su ayudante y luego sacudió la cabeza.
-Dicha
compañía traspasó fronteras -continuó monsieur Cole con aire de
nostalgia- y su atelier era observado con mucho interés por las
cortes europeas.
-¿Y
ella qué hacía?... Madame Dumollard, me refiero.
-Los
ateliers y salones más selectos de París contaban entonces con la
modista titular que ejercía de directora, una o varias oficiales,
quienes asumían el corte de las prendas y las aprendizas como Alicia
Dumollard, que ingresaban en el taller para conocer el oficio. Los
horarios eran largos, los salarios cortos y las jornadas eran
tediosas y estaban en relación con la demanda y la actividad social,
que era muy intensa en los meses de invierno, cuando muchos de los
salones abrían. En fin -suspiró el anciano- fue gracias a los
contactos de Rosa Bertín que, poco tiempo después, Alicia conoce en
un baile a un marchante de arte quien, impactado por su belleza, la
toma como su protegida y la instala en un pequeño piso de la calle
Saint Dominique.
-¿Tuvo
muchos amantes? -preguntó el inspector.
-¿¡Que
si tuvo muchos amantes!? -dijo el modisto.
Monsieur
Cole emitió un soplido mientras dibujaba una espiral ascendente con
su mano, se acercó un poco más al inspector y le dijo:
-¿Cuantos
quiere que le diga?
El
inspector se encogió de hombros.
-Tras
el marchante, llegó su primera gran conquista, el conde Adolphe
D'Artigny, ya sabe, el Duque d'Artigny.
El
inspector asintió.
-Durante
su romance con el Conde d'Artigny, Alicia se mudó a un magnífico
palacete alquilado por el mismo conde en la rue Moint Blanc de París;
un palacio estilo Luis XIII. Yo estuve allí: precioso, simétrico,
con ventanas coronadas por frontones cimbrados triangulares y todas
esas cosas pasadas de moda que tanto gustaban a la aristocracia.
-Qué
más.
-Allí,
Alicia abrió un salón de tertulias que atraía un día a la semana
a toda la élite intelectual. Y claro está, con el tiempo, su
inteligencia y sus dotes de conversación, se creó una verdadera
fascinación alrededor de ella.
El
anciano modisto se incorporó en la silla y apoyó las dos manos, una
sobre otra, en la empuñadura de su bastón.
-Alfonse
de Lamartine escribió que era una belleza de cabellos oscuros y cara
ovalada con la boca más encantadora del mundo, y que su
espiritualidad, su saber escuchar, su sencillez y su maestría en el
baile le habían fascinado enseguida. Piense -dijo Monsieur Cole-,
piense... mientras cientos de mujeres desdichadas se prostituían en
la calle y eran objeto de injurias e indignación, mujeres como la
señora Dumollard paseaban en carruaje, se vestían a la última
moda, iban a la ópera, tenían amistades literarias, gastaban
fortunas en las mesas de juego y, lo que es más importante, podían
permitirse elegir a sus amantes.
El
inspector dio un sorbo a su café y se reclinó en la silla.
-Y ahora viene
lo mejor -dijo Monsieur Cole-. Cuando Alicia Dumollard acabó su
romance con el duque d'Artigny, ¿sabe a quien le tocó el turno?
-El inspector
sacudió la cabeza.
-A Luis Felipe
I , quien la tuvo como su amante favorita hasta su abdicación en
1848 ¿Qué le parece?
-Fascinante
-dijo el inspector-. Me parece fascinante.
-Durante esa
época -prosiguió el anciano con la cabeza bien erguida- Alicia
gastaba más de cien mil francos de oro al año y su colección de
joyas llegó a valorarse en un millón de francos. Poseía varias
casas y su ropa se la hacían los mejores modistos de París. Vestía
elegantemente y, lo que es más importante, sabía realzar su belleza
sin ser vulgar.
-¿Ah, si?
-dijo extrañado el inspector-. Pues ahora parecía una indigente.
-Ahora sí,
pero antes no -dijo seriamente mesieur Cole-. Ella creó modas:
rebajó el talle de los vestidos y sus sofisticados peinados eran
imitados por todas las demás mujeres de París. Fue entonces cuando
trabé una profunda amistad con ella.
-¿Cómo
ocurrió?
El anciano
modisto carraspeó y dijo:
-Por entonces
yo era un joven inglés, aficionado a la alta costura... Tenía
dinero y le facilité la clientela necesaria para que ella abriera su
primera casa de costura en Paris. Nos hicimos amigos y, a partir de
1843, me convertí en su modisto particular. Alicia solía tener gran
cantidad de vestidos y utilizaba uno diferente para cada ocasión. A
veces se cambiaba hasta ocho veces al día... Piense usted,
considerando lo aparatoso de sus atuendos, eso resultaba
tremendamente agotador.
El inspector
arqueó las cejas y miró a su ayudante, que dejó escapar una
socarrona sonrisa.
-Claro, claro:
agotador -dijo el inspector-. Continúe.
-A raiz de la
revolución francesa de 1848, con la abdicación del rey y la llegada
de la Segunda República, el apogeo de Alicia declinó, y entonces se
vio obligada a vender la fortuna que había acumulado para vivir.
Alquiló un piso sencillo en el barrio de Montparnasse y requrió los
servicios de una sirvienta: la señora Gottfried, que a mi nunca me
gustó, si quiere que le sea sincero, y creo que a ella tampoco. No
obstante, guardó para sí las joyas que había ido coleccionando y
que poco a poco fue vendiendo para obras de caridad, a las cuales
dedicaría la última parte de su vida.
Se hizo un
silencio.
-Y ahora
dígame, monsieur Cole -dijo el inspector llevándose la taza de café
a los labios- ¿Fue usted amante de la señora Dumollard?.
Monsieur cole
le miró fijamente a los ojos y dijo:
-Lo fui...de
Alfonse de Lamartine.
El inspector
tosió abruptamente, cogió una servilleta y se la puso en la boca
para no escupir el café que en ese momento acababa de ingerir,
mientras el perplejo ayudante se quedaba mirando fijamente al anciano
modisto, quien, tras esta confesión, se encargó de no transmitir ni
la más leve señal de emoción.
-Je n'ai pas
d'objection -dijo el inspector-. Pas d'objection.
III
Estaba cenando
en casa de su amigo, el doctor Coiffier, cuando el doctor Thomas,
médico forense de l'Haute Ecole de Medecine de Paris, recibió la
nota de manos de un secretario del juzgado. Le tuvó que pedir a su
amigo que pospusieran el foie glaseado para otra ocasión y, cuando
salíó a la calle, un coche le estaba esperando para llevarle
directamente al hospital de las hermanas Benedictinas. Él también
había conocido a la señora Dumollard porque, gracias a sus
donaciones, se habían construído dos habitaciones nuevas en el
pabellón para enfermos infecciosos, se había comprado una estufa de
desinfección, un depósito suplementario de agua, un inyector,
vacunas y varias mesas de reconocimiento. Además, la señora
Dumollard había conseguido, gracias a generosas donaciones de otra
gente, que fueran las mismas monjas benedictinas que la habían dado
su primera educación en el convento, quienes se ocuparan del cuidado
de los niños enfermos y de la limpieza del hospital.
Cuando
el doctor Thomas llegó al hospital le recibió la madre superiora,
una mujer de mediana edad, de aspecto frágil y seco, quien le dijo
que, en ese momento, tan solo se encontraban, a parte de la señora
Dumollard, otros dos cadáveres: un vagabundo que habían encontrado
tirado en la calle y monsieur Pontinsky, un anciano sin familia que
había cedido su pensión al hospital a cambio de alojamiento y
manutención. El cadáver de la señora Dumollard estaba cubierto por
una sábana a excepción de la cabeza. Otras dos hermanas
Benedictinas la habían desnudado, la habían lavado delicadamente y
la habían colocado sobre una camilla de reconocimiento en una de las
enormes salas vacías, junto a un gran ventanal que ocupaba un tercio
de la pared que daba a la calle Arts et Metiers, por el cual entraba
un sombrío fulgor anaranjado que la iluminaba y le daba un aspecto
triste pero sereno. Antes
de proceder a examinar el cuerpo, el doctor Thomas firmó los
documentos del juzgado y leyó una nota que le había escrito el
doctor Biessy, médico particular de la señora Dumollard, junto con
unas cartas que ella misma había escrito al Doctor Biessy.
“Querido
profesor Thomas”
Hará
ya unos cinco años que vengo visitando a la señora Dumollard con
cierta regularidad. Le adjunto las cartas que ella me fue facilitando
durante el transcurso de su enfermedad.
A
medida que el
doctor Thomas reseguía la nota del doctor Biessy, sacaba las cartas
del sobre y las iba leyendo:
Querido
Doctor Boissy:
Últimamente
vengo sintiendo una ansiedad llana y sin interrupción,
frecuentemente sin un motivo válido y que por cualquier razón me
vuelve irascible y quisquillosa con las cosas, especialmente con todo
lo concerniente a mi criada, la señorita Gottfried, a la que no dejo
vivir en paz.
Atentamente.
Mdme Dumollard.
Durante
la visita, Le receté unas infusiones de tila y amapola y le pedí
que hiciera reposo. Al cabo de un tiempo volvió a enviarme otra
nota, a través de la señorita Gottfried.
Querido
Doctor Boissy
Estoy
muy consternada. Sufro terriblemente y la angustia del primer momento
se ha vuelto un miedo incesante y creciente a la muerte. Estoy cada
vez más persuadida de que sufro una enfermedad incurable que me está
devorando.
Atentamente
Mdme.
Dumollard.
Tras
consultar el caso con mi colega Jean Ettiene Esquirol, este me
sugirió que la enfermedad de la señora Dumollard podía ser
lipemanía, un trastorno cerebral causado por un delirio parcial, sin
fiebre y crónico, sostenido por una pasión triste, debilitante y
opresiva. No obstante, al cabo de unos meses, recibí una nueva nota
de la criada, en la que la señora Dumollard me decía.
Estimado
doctor Boissy
El
dolor psíquico se ha convertido en dolor físico y tengo frecuentes
cefáleas que me impiden descansar y que solo desaparecen mediante la
aplicación de compresas frías. También siento una enorme fatiga,
redoblada por una gran debilidad y una súbita sensación de frío
que me recorre todo el cuerpo.
Atentamente
Mdme.
Dumollard.
Últimamente,
hará ya cosas de siete u ocho meses, me envío una nueva carta
porque le costaba respirar y sentía que le faltaba el aire. Además
de esto, notaba que su piel iba perdiendo la tersura anterior y se
estaba tornando cerosa y amarillenta.
Finalmente,
Hará unos tres meses, me comentó que había tenido unos episodios
de vómitos y diarrea, que yo creía eran debidos a una fiebre
estomacal, y le receté una dieta ligera a base menestras y féculas,
agua de seltz y mucho reposo.
Me
conmueve enormemente su fallecimiento y resto a su entera disposición
para cualquier aclaración que crea conveniente.
Suyo.
Doctor
August Biessy.
El
doctor Thomas
se lavó las manos, se puso los guantes, y retiró la sabana que
cubría el cuerpo de la señora Dumollard. Al acabar la autopsia
escribió:
“La
pìel presenta algunas pigmentaciones en la planta de las manos y de
los pies. Asimismo, observo una equimosis a la altura de la tercera
costilla que bien puede deberse a la caída que se produjo antes o
durante su muerte. Sus labios están resecos. Su lengua es de color
blanco. La esclerótica de los ojos amarillenta y hay pequeñas
costras en el interior y el exterior de ambas fosas nasales. Tras
practicarle dos incisiones laterales, desde la parte media del
esternón hasta el pubis, llego al abdomen, sierro las costillas y
las levanto a medida que las cortó para no herir los pulmones. Por
medio de otro corte de sierra divido la parte superior del esternón,
corto las inserciones del diafragma, el ligamento suspensor del
hígado y el de la vena umbilical, levanto el colgajo y corto los
musculos abdominales. Vuelto el colgajo sobre los muslos, exploro el
corazón, corto los vasos, extraigo el músculo y el pericardio y
dejo a la vista los pulmones. Descubro la cavidad abdominal por medio
de una incisión practicada en la pared y vuelvo el colgajo sobre el
pecho. Parte de los pulmones, de la mucosa del estómago, zonas del
hígado y también de los riñones presentan enrojecimientos poco
comunes; manchas rojas negruzcas en algunas zonas. Corto parte del
tubo digestivo afectado por estas equimosis y extraigo los restos
sólidos que aún hay en el interior.”
Al doctor
Thomas le parecía que había algo extraño en el aspecto del higado,
de los riñones y del estómago, y decidió tomar una gran muestra de
la parte afectada del hígado y del pulmón para que la analizase el
profesor Matheo Orphila, .
A las cuatro de
la tarde del día siguiente, el doctor Thomas entraba en “L'Ecole
de Medicine” de Paris. El profesor Orphila le estaba esperando y le
llevó directamente al laboratorio. Allí había dos alumnos suyos,
de la cátedra de toxicología, un policía y un funcionario del
juzgado. El doctor Thomas abrió su maletín y le entregó al
profesor la muestra que había tomado de la señora Dumollard.
-Lo que el
doctor Thomas nos ha traído -dijjo el profesor Orphila a sus
alumnos- es una muestra del hígado, de los riñones y del tubo
digestivo de la señora Dumollard, y lo que nosotros vamos a hacer
ahora es descomponer esta materia orgánica mediante acido acético.
Como ustedes ya deberían saber, al calentar dicha materia, el ácido
se descompondrá, liberando una considerable cantidad de ácido
nitroso que formará un humo muy espeso y que carbonizará la
materia. Acto seguido -prosiguió el profesor- trituraremos y
herviremos con agua destilada la muestra carbonizada de la señora
Dumollard.
Los alumnos
siguieron con atención los pasos del profesor Orphila y al acabar el
hervor, el profesor Orphila, seguido de sus alumnos, llevó la
muestra carbonizada de la señora Dumollard hasta un aparato de
Marsh, volcó la solución en el recipiente de vidrio destinado a ese
uso y le añadió unos gránulos de zinc. A traves de un tubo
vertical que entraba por la parte superior del recipiente le fue
añadiendo acido sulfurico en pequeñas cantidades para poder
controlar bien la reacción y no dañar la muestra. El hidrógeno
surgido de esta combinación salió por otro tubo de vidrio
horizontal adosado al recipiente y, al pasar por una fuente de
ignición situada justo a la mitad del tubo, se encendió como un
soplete, liberando ácido arsenioso -cuya fórmula anhídrida es
utilizada como pesticida, matarratas y herbicida-. Como resultado de
la inflamación, el ácido se depositó en forma de ligeras manchas
plateadas en un recipiente de porcelana sujeto al otro extremo del
tubo horizontal mediante una pinza.
-Muerte por
arsénico -dijo el profesor Orphila. No tengo ninguna duda.
IV
Un
año más tarde, el inspector de policía, Jean marie Bataille,
escribía al ministro del interior de Francia, exponiendo los
resultados de su investigación.
Señoría:
“Como
usted sabrá, la noticia de la muerte de la señora Dumollard
apareció en la prensa nacional con todo lujo de detalles sobre su
vida y su enfermedad. El señor Antoine Garnier, un vecino de Caen,
leyó la noticia y vino a verme para explicarme que, diez años
atrás, su tía, la señora Marie Garnier, tambien de Caen, había
tenido la misma criada que la señora Dumollard: la señorita
Gottfried, y también había muerto en similares circunstancias. Ante
tal coincidencia, solicité al juez que ordenara que se exhumara el
cadaver de la señora Garnier y después de un análisis minucioso se
halló una gran cantidad de arsénico en los huesos. Al llevar el
cadáver tanto tiempo enterrado, se pasó a comprobar si la presencia
de arsénico se debía a factores externos, como por ejemplo la
contaminación del suelo o, si por el contrario, se había producido
un envenenamiento como resultado de una ingestión. Tras ser
analizado, se descubrio que el arsénico, al igual que en el caso de
la señora Dumollard, se introdujo en el cuerpo a través de una vía
externa. Después
de una incesante búsqueda, la señorita Gottfried, la criada de la
señora Dumollard, ha sido localizada en Marsella. Tras un
interrogatorio, ha confesado haber sido la autora de los dos crímenes
y, tras un juicio, ha sido recluída en la prisión de Saint Michel a
la espera de su ejecución en la horca, que tendrá lugar el trece de
diciembre de 1853. Asímismo, entre las pertenencias de la señora
Gottfried, descubrimos un diario donde la criada había estado
apuntando los nombres de todas las señoras para las que había
trabajado: ocho en total, contando a la señora Dumollard. Ante las
sospechas de que la señora Gottfried hubiera envenenado a más
personas, el juez ordenó que se exhumaran todos los cuerpos y se
analizaran uno a uno los mismos para ver si había rastro de
arsénico. Tras los anàlisis de los cadáveres de las señoras
Desmeres, Jouvenet, Bovier de Fontanelle, Duphly, Auzout y Bochart,
que han durado cerca de un año, se ha descubierto que todas ellas
habían sido envenenadas con arsénico.
Atentamente
Inspector
Jean Marie Bataille.
Epílogo
El
entierro de la señora Dumollard tuvo lugar en el cementerio de
Montparnasse. A él asistió muy poca gente. De su época dorada tan
solo pudo verse al modisto Charles Cole, acompañado de su médico
particular. También asistieron algunas monjas del hospital de los
Benedictinos de París. Fue un sincero y humilde colofón a una vida
que tuvo de todo: pobreza, riqueza, glamour y mucho misterio. Una
persona excepcional que acabó sus días hundida en el anonimato; un
anonimato que a ella nunca le importó y que vivió como la
consecuencia natural de su propia vida. Una mujer que, a su manera,
lo había sido todo y lo había representado todo.
Nota:
En
1853 el arsénico era el veneno por excelencia. Se le llamaba “el
veneno de los reyes” o también “El polvo de la sucesión”. Tan
solo hacía falta, y la señorita Gottfried lo sabía a la
perfección, conocer muy bien las propiedades del tóxico y los
síntomas que producía. La señora Gottfried había aprendido que,
si la administración del tóxico no era ni regular ni constante,
sino intermitente, yendo creciente en el tiempo, y yendo creciente
también en intensidad con el tiempo, e incrementándose su
importancia durante los últimos meses, los envenenamientos podían
alargarse muchos meses sin presentar apenas síntomas hasta el final.
De esta manera, la señorita Gottfried podía debilitar
progresivamente a sus víctimas, no solo física sinó también
mentalmente, hasta tal punto que dependían tanto de ella que
conseguía extorsionarlas so pretexto de abandonarlas en su
enfermedad. Cuando la señorita Gottfried le había sacado suficiente
dinero a una víctima, para no despertar sospechas, le daba el golpe
de gracia y se iba en busca de otra con la que alimentar sus macabros
instintos.
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