miércoles, 26 de abril de 2017


CUATRO HOMBRES

     Nos había dejado la mejor de todas. Era una mujer tan hermosa que Murillo la hubiera pintado con alas. Ya no la veríamos correr con sus pies pequeños tratando de estirarnos del pelo cuando le echábamos piropos en el pantano y tampoco podríamos quejarnos cuando ella nos diera plantón alguna noche y se fuese a bailar por su cuenta porque a ninguno de nosotros nos apetecía bailar. Adelantó cuando no debía y, si vio el camión, ya era demasiado tarde.
     Nunca discutimos por ella. Nunca competimos para ver quien atraía más su atención. No valía la pena porque sabíamos que no teníamos ni la más mínima posibilidad, ninguno de nosotros. Entre un mar de lágrimas tuvimos que admitir que era así, que se había ido para siempre. Uno dijo que era increíblemente generosa, otro que era la más alegre, la más divertida, y alguien dijo que volaba sin medir el tamaño de sus alas y que cuando estaba en la tierra siempre tenía los pies colgando de la rama mas alta del árbol más alto.
     -¿Dónde habrá ido? -dijo Martín.
     -¿A dónde van los muertos? -pregunté yo.
     -Ni lejos ni cerca -dijo José Antonio dando una calada a un cigarrillo-. Más allá.
     -¿Más allá de qué?
    Entonces Isaac suspiró y dijo:
     -Es igual. Allí iremos todos un día, más allá de lo que sea.
    Isaac es así.
     Los cuatro prometimos que, de aquel exilio, haríamos surgir estrellas sobre un cielo verde esmeralda, que era como a ella le gustaba. Pensábamos que aunque no las viese, en nuestro sueño más hondo que su muerte fingiríamos que sí las veía.
     Toda esa noche la pasamos los cuatro en la habitación de un hostal preguntándonos qué quedaba de nosotros, de aquella película, de todo. Había una bombilla con una luz chirriante que nadie se molestó en apagar. Había dos camas y eramos cuatro, o sea que tuvimos que compartirlas, pero nos daba igual porque queríamos estar juntos. Abrazados, tratábamos de dormir. La pared estaba empapelada con un papel lúgubre y viejo. A mi, que nunca me ha asustado la oscuridad, esa noche me horrorizaba. Cada cinco minutos me despertaba y gracias a Dios que veía esa bombilla, pero luego aparecía ella, que ya no estaría más. Aquello era la pesadilla de un yunque apretándote las sienes. Todos llorábamos con cuidado para no despertar al otro, pero siempre había un gemido en el aire que se podía escuchar, un débil aullido que te despertaba y te devolvía a ese horrible momento. Yo quería acuchillar las piedras, me quería morir.
     Dormíamos, ahora uno, ahora el otro, pero siempre había alguien con los ojos abiertos. A las cuatro de la madrugada coincidimos los cuatro despiertos y José Antonio, que había perdido hacía poco tiempo a una sobrina, dijo:
     -Me irrita que la gente muera, desaparezca de mi vida, no la vuelva a ver nunca más.
     Asentimos. ¿Qué más podíamos hacer?
    -¿Por qué ha tenido que ser en lunes? -dijo Isaac. ¿Por qué no el octavo día, por ejemplo?. ¡Lunes de mierda!
     Isaac es así.
     Qué despacio estaba pasando la noche.
     El destino nos había dejado en un pozo. Parecía que el tiempo corría a un ritmo lentísimo en esa maldita habitación.
     -¿Queréis que os explique una anécdota?, -les dije.
     -Explica -dijo Martín, y encendió un cigarrillo.
     -Clara tuvo una premonición.
     Martín exhalo el humo, me miró sorprendido
     -¿Qué premonición? -dijo.
     -Hace poco estábamos ella y yo en su coche, creo que salíamos del cine. Me había acompañado a mi casa y nos quedamos un rato hablando. Yo hablaba y hablaba, no sé de qué. La conversación nos llevó a hablar de la vida y creo que le pregunté si ella era feliz. Me dijo que era tan feliz que creía que moriría joven.
     -¿Eso te dijo? -me preguntó sorprendido Martín.
     -Lo juro por Dios -le respondí-. Con estas mismas palabras.
     -Bah! -exclamó José Antonio-. Eso lo dijo por decirlo.
     -No, esta vez no. Me causó mal rollo ¿Sabéis?. Me quedé helado. La gente no suele decir estas cosas. Entonces se quedó callada. Creo que no tenía que haberlo dicho.
     -Supersticiones -continuó José Antonio.
     -No tenia que haberlo dicho.
     -Pues yo os voy a contra otra, prosiguió Martin. No tiene nada que ver con el sexto sentido, sino con los otros cinco. Fue el pasado agosto. Después de nuestro veraneo. ¿Recuerdas que fui a verla a Ibiza? -me preguntó.
     Le dije que sí. Hacia tres meses de eso nada más. Martín y yo habíamos ido de vacaciones a Menorca con Vicente, el hijo de Vicente de ocho años, Esteban, y Ana, su compañera. Yo tuve que regresar a Madrid porque me había salido un trabajo, pero a Martín aún le quedaban días libres, o sea que llamó a Clara y cogió el ferry para hacerle una visita.
     -Pues bien, salimos y nos emborrachamos una noche -prosiguió Martín-. Luego la acompañé a su casa, la bese y ella no se apartó, o sea que la seguí besando hasta que ella me mordió la lengua.
     Martín se echó a reír a pleno pulmón. José Antonio que es vasco dijo: “eso te pasa por meter la lengua dónde no debes”.
     -Me hizo sangre -y volvió a reir.
     -Ella siempre sabía hasta donde quería llegar -dijo José Antonio. Agachó la cabeza y se rasco el cabello con brío-. Nunca fue más allá de donde quería ir.
Martín había trabajado mucho con ella. Había sido su jefe y se llevaban muy bien. De hecho, todos nos llevábamos bien. Nos hicimos amigos enseguida. Después había otros, Andrea, Beto, Jaime...
     -Yo también la besé -dijo Isaac de repente-. Fue hace un par de años. Le pregunté si estaba haciendo algo malo y me dijo que no y entonces me invitó a su casa.
     -¿Y qué ocurrió?.
     -Ella se lavó los dientes -dijo Isaac-. Bajaba y subía las escaleras con el cepillo en la boca mientras yo la esperaba en el salón.
      -¿Y? -pregunté yo.
     -Nos sentamos muy juntos y empezamos a hablar. Dimos un repaso a todos los actores y técnicos del rodaje y empezamos a reírnos de lo capullos que eran algunos. Una cosa nos llevó a la otra y estuvimos un par de horas riéndonos sin parar, así -dijo señalándonos a nosotros- juntos y abrazados como estamos ahora.
     -Le encantaba reírse a carcajadas- dije yo.
     -Ella me dejó su coche para que pudiera regresar a mi casa y cuando me hube ido me di cuenta de que nunca me había pasado nada igual -continuó Isaac-. ¿Que tenía esa mujer?. La tenía allí, para mí solo, y ni una sola vez en dos horas sentí el más mínimo deseo de estar haciendo otra cosa que la que estaba haciendo: riéndome con ella.
     -Jorge intentó trabajársela -dijo José Antonio aplastando el cigarrillo en un plato y encendiendo otro-. Le pedí a ella que lo llevase en coche a su hotel después de un ensayo y él la invitó a su habitación. Una vez allí, el se avalanzó sobre ella antes de que pudiera quitarse la chaqueta y ella se apartó, y entonces Jorge le dijo “¿Quieres quitarte la chaqueta antes? Y ella le dijo que no, que ni con chaqueta ni sin chaqueta, que esas no eran formas. Y eso que a ella le gustaba.
     -Ya pero a ese le gusta todo lo que se mueve, es un adicto al sexo.
     -Total, que ella se fue y le dejó con la polla más tiesa que el mástil de una fragata. Esto me lo contó él después. El cubano no entendía nada de nada. Pensaba que no había mujer que se le resistiese.
     -Se ha quedado echo polvo cuando le han dado la noticia -dije yo, que había podido hablar con él hacía un par de horas. Lloraba, lloraba y decía ¿por qué? ¿por qué?
     -¡Ay, Clarita!... Así era ella.
     Los cuatro nos quedamos en silencio.
     -En fin... ¿qué hora es? -preguntó alguien.
     -Las cuatro y cinco -dijo alguien más.
     Solo habían pasado cinco minutos. ¿Qué había que hacer para que se acabase de una vez la maldita noche? Alguien comentó que ese día tendríamos que ir al juzgado a declarar. El rodaje se había suspendido temporalmente. Martín dijo que él iría al depósito y que le daría un beso de parte de todos nosotros. Yo le pedí que se lo diese en los labios. Le pedí que fuese un beso largo y dulce que pudiera, de alguna manera, compensar todos los besos que el azar nos había robado. Él me dijo que sí, que eso haría.
La noche seguía allí fuera, como siempre; acechándonos por la ventana. Desde nuestras camas, los cuatro aún abrazados veíamos su rostro pegado a los cristales empañados por el frío de noviembre. Era un vacío inmenso que se extendía hasta el infinito.

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