CUATRO
HOMBRES
Nos
había dejado la mejor de todas. Era una mujer tan hermosa que
Murillo la hubiera pintado con alas. Ya no la veríamos correr con
sus pies pequeños tratando de estirarnos del pelo cuando le
echábamos piropos en el pantano y tampoco podríamos quejarnos
cuando ella nos diera plantón alguna noche y se fuese a bailar por
su cuenta porque a ninguno de nosotros nos apetecía bailar. Adelantó
cuando no debía y, si vio el camión, ya era demasiado tarde.
Nunca
discutimos por ella. Nunca competimos para ver quien atraía más su
atención. No valía la pena porque sabíamos que no teníamos ni la
más mínima posibilidad, ninguno de nosotros. Entre un mar de
lágrimas tuvimos que admitir que era así, que se había ido para
siempre. Uno dijo que era increíblemente generosa, otro que era la
más alegre, la más divertida, y alguien dijo que volaba sin medir
el tamaño de sus alas y que cuando estaba en la tierra siempre tenía
los pies colgando de la rama mas alta del árbol más alto.
-¿Dónde
habrá ido? -dijo Martín.
-¿A
dónde van los muertos? -pregunté yo.
-Ni
lejos ni cerca -dijo José Antonio dando una calada a un cigarrillo-.
Más allá.
-¿Más
allá de qué?
Entonces
Isaac suspiró y dijo:
-Es
igual. Allí iremos todos un día, más allá de lo que sea.
Isaac
es así.
Los
cuatro prometimos que, de aquel exilio, haríamos surgir estrellas
sobre un cielo verde esmeralda, que era como a ella le gustaba.
Pensábamos que aunque no las viese, en nuestro sueño más hondo que
su muerte fingiríamos que sí las veía.
Toda
esa noche la pasamos los cuatro en la habitación de un hostal
preguntándonos qué quedaba de nosotros, de aquella película, de
todo. Había una bombilla con una luz chirriante que nadie se molestó
en apagar. Había dos camas y eramos cuatro, o sea que tuvimos que
compartirlas, pero nos daba igual porque queríamos estar juntos.
Abrazados, tratábamos de dormir. La pared estaba empapelada con un
papel lúgubre y viejo. A mi, que nunca me ha asustado la oscuridad,
esa noche me horrorizaba. Cada cinco minutos me despertaba y gracias
a Dios que veía esa bombilla, pero luego aparecía ella, que ya no
estaría más. Aquello era la pesadilla de un yunque apretándote las
sienes. Todos llorábamos con cuidado para no despertar al otro, pero
siempre había un gemido en el aire que se podía escuchar, un débil
aullido que te despertaba y te devolvía a ese horrible momento. Yo
quería acuchillar las piedras, me quería morir.
Dormíamos,
ahora uno, ahora el otro, pero siempre había alguien con los ojos
abiertos. A las cuatro de la madrugada coincidimos los cuatro
despiertos y José Antonio, que había perdido hacía poco tiempo a
una sobrina, dijo:
-Me
irrita que la gente muera, desaparezca de mi vida, no la vuelva a ver
nunca más.
Asentimos.
¿Qué más podíamos hacer?
-¿Por
qué ha tenido que ser en lunes? -dijo Isaac. ¿Por qué no el octavo
día, por ejemplo?. ¡Lunes de mierda!
Isaac
es así.
Qué
despacio estaba pasando la noche.
El
destino nos había dejado en un pozo. Parecía que el tiempo corría
a un ritmo lentísimo en esa maldita habitación.
-¿Queréis
que os explique una anécdota?, -les dije.
-Explica
-dijo Martín, y encendió un cigarrillo.
-Clara
tuvo una premonición.
Martín
exhalo el humo, me miró sorprendido
-¿Qué
premonición? -dijo.
-Hace
poco estábamos ella y yo en su coche, creo que salíamos del cine.
Me había acompañado a mi casa y nos quedamos un rato hablando. Yo
hablaba y hablaba, no sé de qué. La conversación nos llevó a
hablar de la vida y creo que le pregunté si ella era feliz. Me dijo
que era tan feliz que creía que moriría joven.
-¿Eso
te dijo? -me preguntó sorprendido Martín.
-Lo
juro por Dios -le respondí-. Con estas mismas palabras.
-Bah! -exclamó José Antonio-.
Eso lo dijo por decirlo.
-No,
esta vez no. Me causó mal rollo ¿Sabéis?. Me quedé helado. La gente no suele decir estas cosas. Entonces se quedó callada. Creo que no tenía que haberlo dicho.
-Supersticiones -continuó José Antonio.
-No tenia que haberlo dicho.
-Pues
yo os voy a contra otra, prosiguió Martin. No tiene nada que ver con el
sexto sentido, sino con los otros cinco. Fue el pasado agosto.
Después de nuestro veraneo. ¿Recuerdas que fui a verla a Ibiza? -me
preguntó.
Le
dije que sí. Hacia tres meses de eso nada más. Martín y yo
habíamos ido de vacaciones a Menorca con Vicente, el hijo de Vicente
de ocho años, Esteban, y Ana, su compañera. Yo tuve que regresar a
Madrid porque me había salido un trabajo, pero a Martín aún le
quedaban días libres, o sea que llamó a Clara y cogió el ferry
para hacerle una visita.
-Pues
bien, salimos y nos emborrachamos una noche -prosiguió Martín-.
Luego la acompañé a su casa, la bese y ella no se apartó, o sea
que la seguí besando hasta que ella me mordió la lengua.
Martín
se echó a reír a pleno pulmón. José Antonio que es vasco dijo:
“eso te pasa por meter la lengua dónde no debes”.
-Me
hizo sangre -y volvió a reir.
-Ella
siempre sabía hasta donde quería llegar -dijo José Antonio. Agachó
la cabeza y se rasco el cabello con brío-. Nunca fue más allá de
donde quería ir.
Martín
había trabajado mucho con ella. Había sido su jefe y se llevaban
muy bien. De hecho, todos nos llevábamos bien. Nos hicimos amigos
enseguida. Después había otros, Andrea, Beto, Jaime...
-Yo
también la besé -dijo Isaac de repente-. Fue hace un par de años.
Le pregunté si estaba haciendo algo malo y me dijo que no y entonces
me invitó a su casa.
-¿Y
qué ocurrió?.
-Ella
se lavó los dientes -dijo Isaac-. Bajaba y subía las escaleras con
el cepillo en la boca mientras yo la esperaba en el salón.
-¿Y?
-pregunté yo.
-Nos
sentamos muy juntos y empezamos a hablar. Dimos un repaso a todos los
actores y técnicos del rodaje y empezamos a reírnos de lo capullos
que eran algunos. Una cosa nos llevó a la otra y estuvimos un par de
horas riéndonos sin parar, así -dijo señalándonos a nosotros-
juntos y abrazados como estamos ahora.
-Le
encantaba reírse a carcajadas- dije yo.
-Ella
me dejó su coche para que pudiera regresar a mi casa y cuando me
hube ido me di cuenta de que nunca me había pasado nada igual
-continuó Isaac-. ¿Que tenía esa mujer?. La tenía allí, para mí
solo, y ni una sola vez en dos horas sentí el más mínimo deseo de
estar haciendo otra cosa que la que estaba haciendo: riéndome con
ella.
-Jorge
intentó trabajársela -dijo José Antonio aplastando el cigarrillo
en un plato y encendiendo otro-. Le pedí a ella que lo llevase en
coche a su hotel después de un ensayo y él la invitó a su
habitación. Una vez allí, el se avalanzó sobre ella antes de que
pudiera quitarse la chaqueta y ella se apartó, y entonces Jorge le
dijo “¿Quieres quitarte la chaqueta antes? Y ella le dijo que no,
que ni con chaqueta ni sin chaqueta, que esas no eran formas. Y eso
que a ella le gustaba.
-Ya
pero a ese le gusta todo lo que se mueve, es un adicto al sexo.
-Total,
que ella se fue y le dejó con la polla más tiesa que el mástil de
una fragata. Esto me lo contó él después. El cubano no entendía
nada de nada. Pensaba que no había mujer que se le resistiese.
-Se
ha quedado echo polvo cuando le han dado la noticia -dije yo, que
había podido hablar con él hacía un par de horas. Lloraba, lloraba
y decía ¿por qué? ¿por qué?
-¡Ay,
Clarita!... Así era ella.
Los
cuatro nos quedamos en silencio.
-En
fin... ¿qué hora es? -preguntó alguien.
-Las
cuatro y cinco -dijo alguien más.
Solo
habían pasado cinco minutos. ¿Qué había que hacer para que se
acabase de una vez la maldita noche? Alguien comentó que ese día
tendríamos que ir al juzgado a declarar. El rodaje se había
suspendido temporalmente. Martín dijo que él iría al depósito y
que le daría un beso de parte de todos nosotros. Yo le pedí que se
lo diese en los labios. Le pedí que fuese un beso largo y dulce que
pudiera, de alguna manera, compensar todos los besos que el azar nos
había robado. Él me dijo que sí, que eso haría.
La
noche seguía allí fuera, como siempre; acechándonos por la
ventana. Desde nuestras camas, los cuatro aún abrazados veíamos su
rostro pegado a los cristales empañados por el frío de noviembre.
Era un vacío inmenso que se extendía hasta el infinito.
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