miércoles, 26 de abril de 2017


LA HUÍDA
    El teniente de policía James Bratton me pide que cuente exactamente todo lo que ha pasado esa noche...
    -Había quedado con una buena amiga mía llamada Yuriko en Times Square a las nueve y media de la noche, pero en vez de Yuriko apareció una amiga suya que se llamaba Clara Jones y a la que yo había visto algunas veces antes -le digo. Clara Jones era rubia y tenía un mechón de pelo verde. Vestía un traje negro, tenía los labios pintados de negro, como sus uñas, y llevaba un piercing en el extremo del labio superior; una especie de perla, creo. Tenía 30 años.
    -Yuriko no vendrá, me dijo Clara Jones – Le ha surgido un contratiempo. Ahora solo estamos tú y yo, pero luego vendran otros amigos. He quedado con ellos en un club que se llama Perfidia ¿Te suena?
    -Yo le dije que no, que no me sonaba de nada.
    El teniente se recuesta en su silla y un suboficial, sentado a otra mesa, teclea en un ordenador todo lo que yo voy diciendo.
    -Continue, por favor -dice el teniente.
    -La entrada me costó doce dólares: diez dolares, más dos dolares extra porque el código de etiqueta es muy estricto, y como no iba vestido de negro tuve que alquilar una chaqueta. Una de las mangas tenía el forro descosido y no había forma humana de sacar la mano por el otro lado. Tuve que dar manotazos arriba y abajo, y al final conseguí desenfundarme el forro de la chaqueta y saqué la mano acompañada de una colila de cigarrillo. Ofendido, le pedí al encargado que me diera otra chaqueta, pero me dijo que no, que era todo lo que tenía.
    -Continúe, me dice el teniente.
    -Cuando llegé al interior, Clara Jones ya estaba bailando en medio de la pista con un puertoriqueño, que llevaba una camiseta estampada con la bandera de los Estados Unidos. El club era realmente grande y tenía diferentes secciones, con pequeños toques de arquitectura victoriana y candelabros distribuidos estratégicamente para que diesen un aire gótico al lugar. La pista de baile estaba abarrotada en ese momento; música Trance; chicas go-go bailando en el escenario...
    Después de algunos codazos para conseguir un cubata que tardaron más de diez minutos en servirme y además estaba aguado, fui a sentarme a una especie de reservado, desde donde podía observar a Clara Jones bailando como una posesa al ritmo de una música, que un tipo, detrás mío, definió como “Delirium Tremens”.
    -Continúe -me dice el teniente.
    -Al cabo de cinco minutos, una pareja se sentó a mi lado y empezó a despotricar de todo Entonces, se me acercó Clara Jones y me preguntó que me parecería comer algo, porque al parecer los otros amigos no iban a venir.
    Yo, por mí...-le dije.
    Salimos del club, caminamos unos minutos y entramos en una hamburguesería donde nos sirvieron dos hamburguesas con pepinillos y mostaza y dos cafés.
    -¿Qué ocurrió entonces? -dice el teniente Bratton.
    -Me habló de una oferta que le había salido para hacer un papelito en una serie de televisión para una cadena hispana, con un actor bastante conocido llamado Fred Manion.
    -¿Te suena Fred Manion? -le pregunta el teniente al suboficial.
    -No, jefe -dice categoricamente el suboficial, sin dejar de teclear. -No me suena de nada.
    -Siga -me dice el teniente.
    -Adelante! Todo es empezar -le dije yo a Clara Jones, y entonces le expliqué la historia de un amigo mío, que es escritor, y que un día escribió algo muy chorra que se convirtió en un éxito rotundo: “Tubérculos asesinos”, que va sobre un agente del FBI a quien le encomiendan una misión secreta: acabar con una plaga de patatas explosivas alienígenas que causan horror y muchas mutaciones...
    El teniente se mira las falanges de sus dedos manchadas de tabaco y me interrumpe:
    -Por favor, no me explique los éxitos de sus amigos. Son las seis de la mañana. Cíñase a los acontecimientos.
    -Perdón -digo yo...-
    -Bien, bien...No pasa nada. Continúe -dice el teniente Bratton.
    Ella me pidió que le acompañe a su casa, y cuando llegamos al portal me invitó a subir.
    -¿Había estado en su casa alguna otra vez?- pregunta el oficial.
    -No. Era la primera vez.
    -Bien, continúe ¿Qué ocurrió entonces?
    -Le pedí una cocacola, me la sirvió, se sentó a mi lado y me preguntó si tenía pareja en ese momento..
    -No la tengo. -Le respondí.
    Ella me dijo que su marido se encontraba en algún lugar del pacífico transportando mercancías. Entonces, se levantó y salió, y yo aproveché para chafardear un poco.
    -¿Alguna cosa que llamase su atención?
    -Era un apartamento pequeño, con pocos muebles. Había una fotografía en la que salían ella y su marido colocada sobre una repisa, llena de polvo, como el resto de la casa. No parecía que allí se limpiase mucho, la verdad...
    En ese momento suena el teléfono del teniente Bratton.
    -¿Si? -Dice el teniente tras descolgar el auricular... -De acuerdo, enseguida salgo.
    El teniente se levanta y me pide que le disculpe un momento.
    -¿Quiere un café? Me pregunta antes de salir.
    -Se lo agradecería.-digo yo.
    El teniente sale del despacho y el suboficial me sirve un café caliente con mucha crema que me pone el cuerpo a tono. Al cabo de tres minutos, el teniente vuelve a entrar y se sienta.
    -Puede continuar -me dice el teniente.
    -Pues verá...Al cabo de unos instantes, Clara Jones volvió a entrar, se sentó otra vez junto a mí y empezó a contarme su vida y milagros. Me dijo que había nacido en Hoboken, Nueva York, que su verdadero padre se llamaba William Jones y tenía un negocio de artículos de riego, y que además le encantaba pescar truchas...
    -¿A quien le encanta pescar truchas? ¿A ella? -Me pregunta el teniente.
    -No, a su verdadero padre...Me contó que sus padres se divorciaron cuando ella tenía siete años. Su madre se lió con un cirujano del corazón llamado Mike Thronton, de New Jersey, y se fueron a vivir con él. Entonces, a los dieciséis años Clara Jones se escapó de casa y se fue a vivir con una amiga a Los Angeles.
    El teniente Bratton apunta algo en un papel.
    -¿Le dijo porqué se escapó de casa?
    Se hace un silencio. El día empieza a clarear. El suboficial se acerca a la ventana, tira del pomo y la abre. Hace un calor sofocante.
    -Clara Jones me dijo, palabras textuales: decidí perseguir mi sueño de ser cantante y encontré trabajo como camarera en un bar nocturno. Conocí a un productor musical que se llamaba Marvin Solznick, y él me aconsejó que me cambiase las tetas, porque eso me ayudaría en mi carrera.
    El teniente y el suboficial se echan a reir.
    -¿Eso le dijo? Pregunta el teniente.
    -Exactamente como se lo estoy contando. Clara Jones se operó los pechos, se puso dos auténticos melones, y empezó a trabajar como azafata en fiestas donde solían acudir actores, actrices, productores y todo tipo de gente del espectáculo. Tuvo líos con productores, promotores, agentes, subagentes, extras, dobles...pero ninguno le hizo caso realmente y, al cabo de un par de años, lo único que había conseguido había sido labrarse un inmenso prestigio en la cama. Total, que decidió regresar a Nueva york, y tras deambular durante algunos meses por “los lugares más sórdidos de su propio yo” -según me contó- conoció a un tal Dimitri, y al cabo de dos meses se casó con él.
    -¿Le explicó por qué se casó tan rápido?
    -La boda con Dimitri había sido una válvula de escape para ella, según me dijo. Además, la familia de él tenía mucho dinero. Su padre era propietario de una docena de Diners esparcidos por Queens y Manhattan y las cosas les iban bien.
    -O sea, un braguetazo -pregunta retoricamente el teniente.
    -Algo así -dije. -Sin embargo, un día, Dimitri se enemistó con su padre y este dejó de pagárselo todo, por lo que él tuvo que buscarse un trabajo. Un amigo le aconsejó que se enrolase en un barco mercante y eso hizo. Pero a partir de ahí, las cosas empezaron a empeorar.
    -¿En qué sentido? -me pregunta el teniente.
    -Cada cosa que ella hacía a él le parecía mal, le decía que era una estúpida y que tenía que crecer. Cuando estaba en casa, Clara intentaba hablar con él, pero la actitud de Dimitri era siempre de ignorarla y de seguir con lo suyo, ya fuese comer, mirar la televisión o cualquier otra cosa que estuviera haciendo en ese momento. Además, se volvió un alcohólico. Cuando estaba en casa se podía beber entre diez y quince latas de cerveza todas las noches y cuando iba a ver un partido de fútbol siempre se llevaba latas consigo. Empezó a pegarla. Una vez la arrastró por todo el apartamento cogida de los talones, amenazándola con matarla mientras ella le gritaba “Jódete mamón”, “puto marica de mierda” y se retorcía para librarse de él.
    El teniente se levanta y va a buscar un ventilador que está al otro lado del despacho, junto a una ventana. Lo desenchufa y lo coloca a su lado, sobre la mesa.
    -Siga -me dice, mientras busca un enchufe, con el cable del ventilador en la mano.
    -En ese momento, serían las doce de la noche, o algo así, Clara Jones se levanta y vuelve a salir, supongo que para meterse una raya; Clara era mucho de meterse rayas, me parece. Yo cojo una revista del estante situado debajo de la mesita auxiliar para distraerme y empiezo a ojearla; una revista de subscripción. En el interior había una entrevista con Fred Manion, el actor con el que Clara Jones iba a trabajar. Fred Manion hablaba del oficio de actor y de que había estado en rehabilitación.
    -Eh! Ya sé quien es ese Fred Manion -dice el suboficial. -Es un actor de pelis porno.
    El teniente da un sorbo a su café y el suboficial continúa tecleando.
    -Continue, por favor -dice el teniente.
    -Mientras estaba ojeando la revista, apareció otra vez Clara Jones, con los pechos al aire -como si eso fuera lo más normal del mundo- me rodeó con sus brazos y se apretó contra mí. Yo sentía que algo iba a ocurrir, que había cruzado una especie de linea prohibida. Por primera vez notaba el olor de su perfume: dulce, suave y afrutado. Me daba la sensación de estar como en un sueño y ella empezó a quitarme los pantalones.
    -Ahora vas a follarme -me dijo.
    El teniente vuelve a dar otro sorbo a su café, carraspea un poco y dice:
    -¿Y?.
    -Pues eso...Yo estaba nervioso y excitado y cuando ella me cogió el vaso de la mano para dejarlo encima de una mesita auxiliar, va y se le cae, y todo el líquido se esparce por encima de la alfombra, una alfombra que su marido había traído de Marruecos y, al parecer, era muy valiosa. Clara salió corriendo del salón con mis pantalones en la mano y en ese momento sonó el timbre de la pùerta.
    -¡Es mi marido!. No sé que está haciendo aquí. Se suponía que estaba de viaje en el pacífico transportando no sé que mierda de mercancía china ¡Joder! -dijo ella.
    -Escóndeme en un armario -le supliqué yo.
    -Imposible, el piso es muy pequeño. Te descubrirá... Tendrás que salir por la ventana y bajar por la escalera de incendios -me dijo finalmente mientras me empujaba.
    -¿Y qué hizo usted?
    -¿Qué iba a hacer? Todo eso ocurrió en cuestión de segundos, y ni siquiera tuve tiempo de reaccionar. Cuando quise darme cuenta, ya estaba colgado de la escalera de incendios, dando un tremendo salto hasta la calle. Al caer me torcí el tobillo, pero eso no fue lo peor. Lo peor era que me había olvidado los pantalones y los zapatos arriba en el apartamento.
    El teniente lanza el vaso de café vacío a una papelera y se sirve otro café de una cafetera que hay en una mesita accesoria, detrás de su escritorio. Da un sorbo y me pide que continúe. Le digo:
    -Yo intentaba pensar con claridad como iba a regresar a mi casa sin pantalones cuando se asomó a la ventana el marido de Clara Jones y miró hacia la calle, como buscándome. Yo le saludé con la mano y le pedí por favor que me tire los pantalones. Fue una tontería, la verdad. El marido de Clara Jones se metió de nuevo en el apartamento y volvió a salir con un revolver, disparói un tiro al aire, como si estuviera en el Far West y me gritó: “eres un cerdo hijo de puta y voy a acabar contigo”. Después, apuntó el revolver hacia mi y me disparó otro tiro que pasó a escasos centímetros de mi cabeza.. Al oir el silbido del proyectil me acojoné tanto que salí cagando hostias.
    El teniente asiente, resopla y bebe otro sorbo de café.
    -!Qué animal!. Siga -dice.
    -Clara Jones vivía en la 167 esquina Malcom X y en la calle apenas había gente a esas horas. Milagrosamente, conseguí atravesar dos calles sin ser visto y ahora me encontraba, sin pantalones, frente a una gran avenida. No tenía ningún plan específico en la cabeza a parte de llegar a mi casa, aunque eso suponía tener que caminar una distancia de cuarenta manzanas, algunas de ellas bastante concurridas a esa hora de la noche. Aturdido por mi situación, pensando que lo mejor hubiera sido no salir de mi casa, me vino a la cabeza un sueño recurrente, en el cual me encuentro caminando por la calle completamente desnudo, y trato de huir, pero no puedo, porque no hay lugar donde esconderme, y siento una terrible vergüenza, a pesar de que la gente no me mira, sino que pasa de mi, ignorándome como a un hombre desnudo invisible (Tras muchos años de tener este sueño recurrente he llegado a la conclusión de que simboliza la vergüenza que yo mismo siento al exponerme a los demás).
    El teniente me interrumpe y me dice que no hace falta que explique mis sueños al detalle, ni el simbolismo que yo creo subyacente en ellos. Me solicita encarecidamente que me centre en la descripción de los hechos tal como han ocurrido.
    -Continúe, por favor -me dice el teniente.
    -Cuando estoy por fin persuadido de cruzar la avenida y de llegar a la calle perpendicular al otro lado, oígo detrás de mí el sonido de una sirena de policía. Yo solo quería llegar a mi casa ¿Comprende? y, por miedo, no lo dudé ni un instante: eché a correr y atravesé la avenida. En mi huída me crucé con dos tipos que me miraron de arriba a abajo, riéndose a carcajadas. Consigo meterme en otro callejón, que apenas está iluminado, y corro todo lo que pude. Recorrí unos doscientos metros, llegué hasta la puerta de un bar y entré.
    El teniente mueve la pieza basculante del ventilador y da un sorbó a su café. El ventilador empieza a girar y, al llegar a mi altura, un aire fresco y tonificador me baña la cara llena de sudor.
    -Qué calor hace hoy. -dice el teniente.
    El suboficial asiente y siguió tecleando.
    -Siga -dice el teniente.
    -Era un bar cutre y estaba vacío. Detrás de la barra, un camarero negro me miraba con cara de pocos amigos.
    -¿Hay alguna puerta trasera? -le pregunté.
    -¿Para que quieres una puerta trasera si ya tienes la delantera?.
    -Yo le explico un cuento chino. Que unos tipos me habn atracado y me han robado mis pantalones y que, no contentos con esa fechoría, se han dedicado a perseguirme hasta que yo he conseguido darles esquinazo. El camarero me señala una puerta al fondo del local
    -Esa puerta da a un callejón -me dice. ¡Lárgate! No quiero problemas (Yo le di las gracias y fui corriendo hacia ella)
    -Me encontraba en otro callejón y pensaba...¿Cómo puedo regresar a mi casa? Gracias a Dios, veo un taxi parado al final de dicho callejón y voy corriendo hacia él, abro la puerta y entro sin ni siquiera preguntar si estaba libre. El taxista se gira en su asiento, y al verme sin pantalones, me pregunta:
    -¿Llevas dinero?
    -Le digo que no, pero que en cuanto me lleve a mi casa le pago. El taxista no estba seguro de mis intenciones y se me quedó mirando unos instantes más, dudando. Era un hombre de complexión fuerte. Tenía un rostro cuadrado con una nariz pequeña en comparación con el resto de su cabeza, y un cuello casi inexistente. La cabeza, por tanto, reposaba casi sobre sus hombros ¿Sabe lo que le digo? como uno de esos luchadores de wrestling o de Sumo. La anchura, de hombro a hombro, debería de ser de por lo menos un metro, y las orejas eran muy pequeñitas. Medía alrededor de un metro ochenta o metro ochenta y cinco y sus manos eran gruesas y grandes, el doble que las mías. Pensé en las posibilidades que tenía de salir ileso en caso de no pagarle y me imaginé que me rompería la cara y posiblemente me patearía el abdomen hasta dejarme doblado si no lo hacía.
    El teniente vuelve a interrumpirme y me aclara que no hace falta que haga suposiciones sobre algo hipotético cuando ese algo hipotético no va a ocurrir. Sigo con la narración.
    -Cuando acabé ese pensamiento, el taxista seguía mirándome y tuve que explicarle la historia que ahora le estoy explicando a usted. Al final, me dijo:
    -Te llevaré a tu casa porque me has caído bien. Me llamo John. -Y me ofreció la mano para que se la estrechara.
    -Me sentía mucho más aliviado. Al cabo de unos instantes, el taxista me preguntó a que me dedicaba y yo le dije que era escritor. Nos pusimos a charlar y le expliqué todo lo referente a una novela que estaba leyendo y que se llamaba “Sueño Africano”, que es la historia de un hombre que sufe una crisis existencial y decide romper con todo, iniciando una nueva vida en África. El protagonista se llama Spencer...
    El teniente sacude la mano repetidas veces con impaciencia y me pide que siga narrando los hechos tal como han ocurrido, sin interferencias literarias. El suboficial teclea y teclea sin cesar.
    -Al parar en un semáforo, el taxista me contó una historia real que le había pasado a él cuando era taxista en L.A. Una noche...
    -¿Va a contarme la historia del taxista? -me pregunta el teniente.
    -Es importante -le digo yo.
    -Está bien, adelante. Siga.
    -La historia ocurrió en Los Angeles. Una noche, mientras conducía, paró en un semáforo rojo de Mullholand, cerca de la I-405, muy cerca de una enorme escuela para niños judíos, y un tipo sin camiseta abrió la puerta y se subió a su taxi. Un tipo alto, grueso, moreno, de unos cincuenta años. El taxista me admitió que estaba asustado, pero enseguida se dio cuenta de que el tipo no llevaba armas. Era una noche fría y horrible y el pobre infeliz estaba temblando y sus dientes castañeaban. El taxista subió las ventanillas y puso la calefacción, se colocó la gorra de beisbol y le preguntó a dónde quería ir.
    -¿A dónde, amigo? -le preguntó.
    -A Encino. -respondió el otro.
   -Cuando iba por la 405, el tipo le contó lo que le había ocurrido: que estaba medio desnudo con su novia de 30 años cuando, para sorpresa de ambos, el marido de ella llegó a su casa y él tuvo que salir por la ventana.
    -Ya veo, como usted. -me dice el teniente.
    -Exacto...John, el taxista, acabó de contarme la historia y empezó a reir a carcajadas, dando manotazos al volante. Reía y reía (porque le había pasado lo mismo dos veces) y de tan excitado que estaba, salió del semáforo antes de tiempo y un todo terreno que venía por una avenida perpendicular se saltó el semáforto en ambar y embistió al taxi con toda la mala leche. Afortunadamente no nos embistió por el centro, sino por la parte trasera y eso provocó que el taxi empezase a girar sobre si mismo mientras se desplazaba horizontalmente por la calzada. Yo me había agarrado instintivamente al asiento delantero, pero eso no impidió que fuese de un lado a otro como una peonza loca. Por su parte, el taxista, con sus enormes manazas, agarraba el volante como podía y lo giraba y giraba como si de esa forma pudiera contener la implacable furia de la segunda ley de Newton. Pero no pudo. Al final, el taxi fue a chocar contra una farola, la arrancó de cuajo y siguió hasta impactar contra la fachada de un edificio con un sordo crujido de chatarra.
    El teniente da un último sorbo al café, dice “Buff” y se rasca la oreja izquierda con el dedo meñique.
    -Muchas gracias, ya hemos acabado... Puede irse. -Me dice el teniente. -Si necesitamos algo más le llamaremos. Jim acompáñale hasta la puerta.
    Cuando salgo de la comisaría son las siete de la mañana. A Dimitri, el marido de Clara Jones, ya lo han encontrado y detenido, y el cuerpo de ella sigue en el depósito policial, con un tiro en el esternón. Una mujer policía me ha dado unos pantalones viejos, unos zapatos y un billete sencillo de metro para regresar a mi casa. Nueva York empieza a despertarse y algunas personas van con prisa por llegar a sus respectivos trabajos. Yo, por el contrario, solo quiero pillar la cama y echarme a dormir.


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